Escuché por primera vez a
Amaia Pérez Orozco explicando su Economía feminista en un encuentro en
el Matadero de Madrid los días 19/21 de febrero 2016. (Podéis revisar la
entrada 1169 del día 9/3/2016 y los que queráis ampliar la información clic
aquí o aquí.)
Se trata nada menos que de relegar al mercado de su papel central
de la economía para ceder el protagonismo a la economía de los cuidados.
Economistas que merecen mi admiración y respeto han torcido el gesto cuando les
he forzado a leer estas obras por considerarlas inadecuadas para poder explicar
la economía o inaplicables en lugar de la teoría y práctica capitalistas que siguen
vigentes.
La socialdemocracia y el Estado del
bienestar han apostado por el mercado que crea la riqueza y su posterior
redistribución entre los menos afortunados con sueldos complementarios
paralelos mediante servicios públicos gratuitos, tales como la Sanidad, la Educación,
la Justicia, pensiones, seguro de desempleo, servicios asistenciales, etc. Pero
la nueva economía feminista de los cuidados busca mucho más que eso. No
sólo exige un reconocimiento de los verdaderos protagonistas de la economía
sino que quiere subvertir los valores culturales en que se apoya nuestro
sistema y ponerlos patas arriba, en un intento que no sabemos cómo podría
desarrollarse todavía.
Sergio C. Fanjul escribe sobre el tema lo que sigue en su artículo La clase cuidadora: esenciales y
aplaudidos, pero precarios y poco reconocidos:
Hay algunos que tienen que seguir dando el callo mientras la
mayor parte de la población se confina. Son los que mantienen la sociedad
encendida, los realmente imprescindibles, los que hacen al mundo girar. Sin
embargo, no suelen tener reconocimiento social, ni salarios acordes con la
importancia que esta pandemia ha evidenciado. Son trabajadores de limpieza, de
transporte, de supermercado, repartidores a domicilio, dependientes, etcétera,
Mientras los
consejeros delegados, los banqueros, los administradores de hedge funds y
los private equity partners se retiran a sus segundas
residencias, las personas con salarios más bajos tienen una probabilidad mayor
de contagiarse. Cada tarde los ciudadanos aplauden desde los balcones al
personal sanitario y algunas películas recientes han puesto el foco en estos
otros trabajadores que nos cuidan: la oscarizada Parásitos,
de Bong Joon-ho; Roma, de Alfonso Cuarón, o Sorry,
We Missed You, de Ken Loach. Pero ¿por qué no se reconoce
siempre su labor? (Pues porque prevalece el “mercado” como centro nuclear de
la economía, añado yo.) Cubrir necesidades es algo que tiene muy poco valor
en el libro de cuentas del universo mercantil.
Cuando eliminamos todo lo prescindible, vemos que la economía ‘real’
es la forma en que nos cuidamos mutuamente…, trabajadores que enfocan su labor
en hacer posible la vida de los demás. La cuestión del trabajo de los cuidados
saltó a la palestra en los últimos años en relación con el trabajo doméstico y
el cuidado de personas dependientes, una ocupación mayormente no remunerada y
realizada por mujeres, carente de prestigio social. Algunas pensadoras, como
Silvia Federici o Nancy Folbre, critican que el sistema económico se base en
este trabajo gratuito, que constituye hasta un 15% del PIB en España.
Son trabajos muy
feminizados, relacionados con la alimentación —desde su producción a la
distribución de alimentos—, con la limpieza y con los servicios personales o la
salud. En otros casos, los realizan migrantes, como muchos trabajos del campo.
Respecto a los trabajos sanitarios, alrededor de un 40% de esas profesiones
(incluidas las especialidades médicas y de enfermería) sufren
contratos temporales año tras año y sus condiciones de trabajo se han ido
degradando tanto en su versión pública como privada.
El reconocimiento
emocional que brota en estos tiempos de crisis, en proclamas de solidaridad y
aprecio en medios de comunicación y redes sociales, no se materializa (salvo en
escasas excepciones) en mayores derechos sociales o mejores salarios: eso iría
en contra de la rentabilidad generada por este tipo de empleos.
Las metrópolis europeas de las colonias africanas sabían lo que hacían cuando permitían la agrupación familiar de sus trabajadores (en especial los mineros): de otro modo no habrían podido con la carga que supone el "mantenimiento" sano de su mano de obra.
Las metrópolis europeas de las colonias africanas sabían lo que hacían cuando permitían la agrupación familiar de sus trabajadores (en especial los mineros): de otro modo no habrían podido con la carga que supone el "mantenimiento" sano de su mano de obra.
La ideología
dominante es que la jerarquía social es una jerarquía de habilidades, por lo
que las personas en la cima piensan que son mejores que otras. Todos tendemos a
juzgar el valor personal del otro por su riqueza externa. Cuando en realidad,
en muchos casos los que cobran más aportan menos a la sociedad, y viceversa.
Si hay trabajos
esenciales y no reconocidos, también existe lo contrario, como señala
provocadoramente Graeber en Trabajos de mierda: esos que no aportan
nada a la sociedad. Con el confinamiento, “millones de personas que iban a
trabajar todos los días convencidos secretamente de que sus trabajos eran
completamente inútiles, o que podían hacerse en 15 minutos, han tenido que
reconocer directamente ese hecho”, opina el autor. Suelen estar relacionados
con el oficinismo, la coordinación, la gestión, la consultoría, lo que
identificaríamos como un gris empleado empotrado en la estructura empresarial. Conseguir que la sociedad aprecie más a los barrenderos que a
los especuladores financieros puede ser un proceso largo y difícil, pero lo que
podemos hacer ya mismo es aplicar impuestos confiscatorios a los especuladores
para que, al menos, su salario no distorsione nuestra apreciación del valor
social de su trabajo, remata su artículo Sergio C. Fanjul, de quien hemos
tomado las líneas anteriores.
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