martes, 28 de abril de 2020

2013 (M 28/4/2020) La economía de los cuidados

      Escuché por primera vez a Amaia Pérez Orozco explicando su Economía feminista en un encuentro en el Matadero de Madrid los días 19/21 de febrero 2016. (Podéis revisar la entrada 1169 del día 9/3/2016 y los que queráis ampliar la información clic aquí o aquí.)
      Se trata nada menos que de relegar al mercado de su papel central de la economía para ceder el protagonismo a la economía de los cuidados. Economistas que merecen mi admiración y respeto han torcido el gesto cuando les he forzado a leer estas obras por considerarlas inadecuadas para poder explicar la economía o inaplicables en lugar de la teoría y práctica capitalistas que siguen vigentes.
       La socialdemocracia y el Estado del bienestar han apostado por el mercado que crea la riqueza y su posterior redistribución entre los menos afortunados con sueldos complementarios paralelos mediante servicios públicos gratuitos, tales como la Sanidad, la Educación, la Justicia, pensiones, seguro de desempleo, servicios asistenciales, etc. Pero la nueva economía feminista de los cuidados busca mucho más que eso. No sólo exige un reconocimiento de los verdaderos protagonistas de la economía sino que quiere subvertir los valores culturales en que se apoya nuestro sistema y ponerlos patas arriba, en un intento que no sabemos cómo podría desarrollarse todavía.
          Sergio C. Fanjul escribe sobre el tema lo que sigue en su artículo La clase cuidadora: esenciales y aplaudidos, pero precarios y poco reconocidos:
           Hay algunos que tienen que seguir dando el callo mientras la mayor parte de la población se confina. Son los que mantienen la sociedad encendida, los realmente imprescindibles, los que hacen al mundo girar. Sin embargo, no suelen tener reconocimiento social, ni salarios acordes con la importancia que esta pandemia ha evidenciado. Son trabajadores de limpieza, de transporte, de supermercado, repartidores a domicilio, dependientes, etcétera,
     Mientras los consejeros delegados, los banqueros, los administradores de hedge funds y los private equity partners se retiran a sus segundas residencias, las personas con salarios más bajos tienen una probabilidad mayor de contagiarse. Cada tarde los ciudadanos aplauden desde los balcones al personal sanitario y algunas películas recientes han puesto el foco en estos otros trabajadores que nos cuidan: la oscarizada Parásitos, de Bong Joon-ho; Roma, de Alfonso Cuarón, o Sorry, We Missed You, de Ken Loach. Pero ¿por qué no se reconoce siempre su labor? (Pues porque prevalece el “mercado” como centro nuclear de la economía, añado yo.) Cubrir necesidades es algo que tiene muy poco valor en el libro de cuentas del universo mercantil.
Cuando eliminamos todo lo prescindible, vemos que la economía ‘­real’ es la forma en que nos cuidamos mutuamente…, trabajadores que enfocan su labor en hacer posible la vida de los demás. La cuestión del trabajo de los cuidados saltó a la palestra en los últimos años en relación con el trabajo doméstico y el cuidado de personas dependientes, una ocupación mayormente no remunerada y realizada por mujeres, carente de prestigio social. Algunas pensadoras, como Silvia Federici o Nancy Folbre, critican que el sistema económico se base en este trabajo gratuito, que constituye hasta un 15% del PIB en España.
         Son trabajos muy feminizados, relacionados con la alimentación —desde su producción a la distribución de alimentos—, con la limpieza y con los servicios personales o la salud. En otros casos, los realizan migrantes, como muchos trabajos del campo. Respecto a los trabajos sanitarios, alrededor de un 40% de esas profesiones (incluidas las especialidades médicas y de enfermería) sufren contratos temporales año tras año y sus condiciones de trabajo se han ido degradando tanto en su versión pública como privada.
       El reconocimiento emocional que brota en estos tiempos de crisis, en proclamas de solidaridad y aprecio en medios de comunicación y redes sociales, no se materializa (salvo en escasas excepciones) en mayores derechos sociales o mejores salarios: eso iría en contra de la rentabilidad generada por este tipo de empleos.
      Las metrópolis europeas de las colonias africanas sabían lo que hacían cuando permitían la agrupación familiar de sus trabajadores (en especial los mineros): de otro modo no habrían podido con la carga que supone el "mantenimiento" sano de su mano de obra.
    La ideología dominante es que la jerarquía social es una jerarquía de habilidades, por lo que las personas en la cima piensan que son mejores que otras. Todos tendemos a juzgar el valor personal del otro por su riqueza externa. Cuando en realidad, en muchos casos los que cobran más aportan menos a la sociedad, y viceversa.
         Si hay trabajos esenciales y no reconocidos, también existe lo contrario, como señala provocadoramente Graeber en Trabajos de mierda: esos que no aportan nada a la sociedad. Con el confinamiento, “millones de personas que iban a trabajar todos los días convencidos secretamente de que sus trabajos eran completamente inútiles, o que podían hacerse en 15 minutos, han tenido que reconocer directamente ese hecho”, opina el autor. Suelen estar relacionados con el oficinismo, la coordinación, la gestión, la consultoría, lo que identificaríamos como un gris empleado empotrado en la estructura empresarial. Conseguir que la sociedad aprecie más a los barrenderos que a los especuladores financieros puede ser un proceso largo y difícil, pero lo que podemos hacer ya mismo es aplicar impuestos confiscatorios a los especuladores para que, al menos, su salario no distorsione nuestra apreciación del valor social de su trabajo, remata su artículo Sergio C. Fanjul, de quien hemos tomado las líneas anteriores.




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