No sé qué es peor, si la pederastia de los clérigos o el amparo institucional de la iglesia que los protege. La actitud de la iglesia ha sido ocultar los hechos y luego, cuando el escándalo estalla, ocultar a los pederastas. Pero siempre el silencio, la omertá, es lo que prevalece. Los concordatos y demás acuerdos entre los estados y la Iglesia conceden a ésta la jurisdicción y competencia del Vaticano sobre los clérigos que escapan así frecuentemente de las leyes civiles y penales. Esto tiene que cambiar, pero ya, radicalmente. Hay que acabar de una vez con tantos privilegios.
El 3 de abril del corriente año en la entrada 1553 delatábamos las doble cara del papa actual y el mismo 10 de mayo siguiente en el post 1590 nos hacíamos eco de las denuncias de la tibieza del papa Francisco, un “maquiavélico Ignacio de Loyola disfrazado del dulce Francisco de Asís”.
En su magnífico artículo “Cierre en falso” en el diario El País del martes 25/9/18 David Trueba comenta el caso
del sacerdote Chema Ramos Gordón que abusó de dos hermanos cuando era profesor
en el seminario menor de La Bañeza durante el curso 1988-1989. Desde el
Vaticano lo han retirado (ocultado?) en un monasterio y le
han privado del ejercicio público del sacerdocio durante 10 años.
"La errónea prescripción de estos casos ha impedido actuar a la justicia
civil. Al mismo sacerdote se le han reconocido abusos durante su etapa
anterior como educador en un colegio diocesano de Puebla de Sanabria. Para
entender la impunidad con la que actuaban estos abusadores hay que comprender
la situación de algunos centros educativos religiosos. Para empezar, cuando los chicos denunciaban los abusos
a los responsables máximos del centro no encontraban ni alivio ni comprensión,
sino el castigo, la marginación y el chantaje para que mantuvieran el silencio.
Es ahí donde las investigaciones vaticanas se topan con un muro difícil de
derribar: los cómplices necesarios, las ocultaciones, la nula empatía de
jerarcas que preferían el daño y la tortura a unos pocos antes que ver
ensuciada la reputación de su clan.
La segunda pieza de esta vía
dolorosa para los chavales era que dentro de la institución escolar los
compañeros no eran amigos ni aliados, eran bestias gregarias que entendían que
la víctima de los abusos era también culpable. Culpable por no ser duro, por no
rebelarse, por dejarse humillar. Y procedían, desde el alma repugnante del rebaño,
a insultarlos y vejarlos.
Y la tercera pata del horror
perfecto eran los hogares, muchos de ellos lejanos y dominados por padres
incapaces de entender un asunto tan perverso. Procedían en muchos casos de
experiencias de sumisión social abonadas durante la posguerra, por lo cual los
chicos no podían recurrir a ningún espacio de alivio y regeneración. Quizá todo
esto mirado desde nuestros días resulta increíble, pero el país funcionaba así.
Y en ese caldo, los abusadores eran intocables.
Lo irracional es que ese sistema de
ocultación e impunidad pervive hasta hoy. El sacerdote pederasta ahora
condenado se despidió de su última parroquia con un homenaje vecinal. El
obispado ocultó a sus fieles la trayectoria que tan bien conocía, convencidos
que ni el Vaticano ni nadie humano alcanzaría a castigar al culpable ni a rozar
a los responsables de trasladarlo de una plaza escolar a otras plazas escolares.
Hay que cambiar la ley para amparar a las víctimas que vieron sus
infancias convertidas en un infierno duradero. La leve pena eclesial al
culpable tampoco debería esquivar una indemnización económica a las familias
heridas. Es un asco viscoso resuelto de muy mala manera."
Gabriela Cañas también identifica el ocultamiento, el silencio, la omertá, como el pecado imperdonable de la Iglesia.
Gabriela Cañas también identifica el ocultamiento, el silencio, la omertá, como el pecado imperdonable de la Iglesia.
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