León
No crean que me resultó fácil decidirme. Aunque siempre había
soñado con volar libre, libre! desde la ventana, cuando esta mañana llegó la
ocasión no me atrevía a saltar. Nunca lo había hecho. Ni siquiera sabía si
sabría volar, seguro que tendría atrofiados los músculos de las alas. Y si me
entraba el pánico…, eh? y si me daba vértigo?
El vértigo de la libertad, sin embargo, y una irrefrenable curiosidad
pudieron con el miedo y, a trancas y barrancas, dejándome más de dos plumas
entre los barrotes de mi cárcel semiabierta, me asomé desde el alféizar de la ventana. El
vahído me mareó. Pero me habían dejado la puerta de la mazmorra abierta,
era mi oportunidad! Temblando, miré a la calle desde la cornisa de mi ventana,
donde pude comprobar que sufría de alergia a la altura. Me invadió
una mareante desazón tal que perdí el equilibrio y... aaaaahhh! me
despeñé en el vacío en caída libre desde la ventana del piso 16.
El instinto de supervivencia me hizo agitar las alas… y planeé…!
planeé! iáaaa…! podía volar! iáaaaa! Lo sabía, no lo sabía que lo sabía pero lo
sabía, que la libertad sería este vértigo, esta emoción nunca sentida, este
afán liberador. Jadeé por el esfuerzo cuando pude descansar en el poyete de la
ventana del entresuelo. Respiré con alivio. Mi corazón quería salirse de mis
pulmones, a punto de estallar, pum pum pum…Todavía veía las cosas y las casas
desde lo alto pero ya era todo distinto. Una gorriona pasó volando y me saludó,
animándome a volar con ella. Para esos trotes estaba yo, anda que…
Algo recuperado planeé de nuevo como pude, ya era un
experto, hasta la rama de un árbol en la ribera del río. Al aterrizar en ella
debí partirme una pata, ufff…, claro, como caí desde tan alto, pero lo di por
bien empleado como precio de mi libertad. Mi libertad, por fin
libre, mi soñada y tanto tiempo deseada libertad!
Lo que no podía imaginarme es que hubiera tantos gatos y
perros todos con caras de asesinos que me miraban babeando mientras yo me
agarraba con todas mis fuerzas a donde podía. En esa rama tendría que dormir,
porque ya era de noche, hambriento y sediento, teniendo como tenía el agua del
río ahí mismo, debajo…, pero cualquiera se atrevía a bajar. Y encima con la
pata rota, seguro que me la he roto, ufff… Llegué a añorar la jaula, lo
confieso, con el alpiste siempre dispuesto y el agua siempre al pico, pero no,
no podía mirar atrás, indigno, no podía renegar de mi libertad. Lloré. No
quiero contaros lo mal que lo pasé toda la noche, sin pegar ojo, sólo deseando
que amaneciera de nuevo para recorrer el camino de vuelta, si es que lo podía
encontrar. Y si es que podía remontar el vuelo…, con esta pata… Ese perro
no me quita el ojo de encima, esperará hasta que me caiga, sabe que no puedo
volar. Pero bueno, al menos impide que vengan los gatos.
Nunca lo había pasado tan mal. Regurgité, devolví, aunque no
sé bien qué vomité porque no había comido nada durante todo el día… No voy a
entristeceros contándoos las mil y una desventuras que tuve que atravesar en mi
camino de regreso a la jaula de la que había escapado ayer, el regreso a mi
lechuga.
Cuando al fin lo conseguí, medio muerto de miedo, de hambre y de sed, nada más satisfacerla con mil sorbos de agua reuní todas mis fuerzas para gritar con toda mi valentía: “¡Y a mí que no vuelvan a dejarme la puerta de la jaula abierta!”
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