Ayer intenté recordar uno de los tres relatos
que prologan el libro Don Camilo de Giovanni Guareschi para dar a
conocer el marco, el pueblo y la gente que protagonizan sus historias. No me
quedé a gusto, dada la diferencia de edad, más de 60, que había entre las
fechas en que lo leí, años 40/50 del siglo pasado, cuando aún no había cumplido
yo los 20, y la de ahora. Y decidí releerlo. El cuento tal como yo lo recordaba
lo transcribí así:
Un muchacho adolescente se encontraba
recostado en un poste de la luz, cerca de una estación ferroviaria, en pleno
campo, cuando vio pasar en bicicleta a una linda ragazza que le sonrió y,
a gritos, sin dejar de pedalear, le preguntó: me esperarás ahí?! Unos años más
tarde los viandantes que paseaban por el lugar podían contemplar un esqueleto
apoyado en un poste de la luz, en pleno campo, no muy lejos de una estación
ferroviaria.
La historia, tal como la contó Guareschi, era esta otra, resumida pero textual (nobleza obliga):
“¿Muchachas? No, nada de muchachas… Yo
tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo… Tenía yo 14 años y regresaba a casa en bicicleta por ese camino. Un ciruelo asomaba
una rama por encima de un pequeño muro y cierta vez me detuve.
Una muchacha venía de los campos con una cesta
en la mano y la llamé. Debía de tener unos diecinueve años porque era mucho más
alta que yo y bien formada.
-¿Quieres hacerme de escalera? -le
dije.
La muchacha dejó la cesta y yo trepé
sobre sus hombros. La rama estaba cargada de ciruelas amarillas y llené de ellas
la camisa.
-Extiende el delantal, que vamos a
medias -dije a la muchacha.
Ella contestó que no valía la pena.
-¿No te gustan las ciruelas? -pregunté.
-Sí, pero yo puedo arrancarlas
cuando quiera. La planta es mía, yo vivo allí...
Yo tenía entonces catorce años y
llevaba los pantalones cortos, pero trabajaba de peón de albañil y no le tenía
miedo a nadie.
-Tú le tomas el pelo a la gente -le
grité enfadado-, pero yo puedo romperte la cara, larguirucha.
No dijo palabra.
Dos tardes después la encontré en
el mismo camino.
-¡Adiós, larguirucha! -le grité. Luego
le hice una fea mueca con la boca. Ahora no podría hacerla, pero entonces las
hacía mejor que el capataz, que la había aprendido en Nápoles. La encontré
otras veces, pero ya no le dije nada. Hasta que, al fin, una tarde perdí la
paciencia, salté de la bicicleta y le atajé el paso.
-¿Se podría saber por qué me miras
así? -le pregunté echándome a un lado la visera de la gorra. La muchacha abrió
dos ojos claros como el agua, dos ojos como jamás había visto.
-Yo no te miro -contestó
tímidamente. Subí a mi bicicleta.
-¡Cuídate, larguirucha! -le
grité-. Yo no bromeo.
Una semana después la vi de lejos
que iba caminando acompañada de un mozo y me dio una rabia tremenda. Me alcé
sobre los pedales y empecé a correr como un condenado. A dos metros del muchacho
viré y al pasarle cerca le di un empujón que lo dejó en el suelo aplastado como
una cáscara de higo.
Oí que me gritaba: "¡hijo de mala
mujer…!" y vi que corría a mi encuentro… Era un mozo de unos veinte años… Pero yo
trabajaba de peón de albañil y no le tenía miedo a nadie… La pedrada que lancé
le dio justo en la cara… Y luego, cuando me dio la gana salté sobre mi bicicleta
y me marché. No sin antes avisarle a la muchacha:
-Si te vuelvo a encontrar con
otro te parto la cabeza a ti y a él.
-Yo tengo
diecinueve años y tú catorce…
-Pues espera a que yo tenga
dieciocho…
Vi a la muchacha durante casi cuatro
años todas las tardes, menos los domingos. Estaba siempre allí, apoyada en el
tercer poste del telégrafo, camino de la fábrica. No me paré ni una sola vez.
-Adiós -le decía yo al pasar.
-Adiós -me contestaba.
El día que cumplí los dieciocho me apeé de la bicicleta.
-Ya tengo dieciocho años. Ahora
puedes salir de paseo conmigo. Si te haces la estúpida te rompo la cabeza.
-Pero yo tengo veintitrés…. Si
nos vieran salir juntos me tirarían piedras…
Dejé caer la bicicleta al
suelo, cogí un guijarro chato y le dije:
-¿Ves aquel aislador, el
primero del tercer poste? -Con la cabeza me hizo señas de que sí.
Le quedó solamente el gancho
de hierro, desnudo como un gusano.
-Hablaba por hablar -explicó la muchacha. -Pero si al menos hubieras
cumplido el servicio militar…
De vuelta del regimiento, después
de dieciocho meses de fajina, me presenté en nuestro punto de encuentro sin siquiera
cambiarme el uniforme militar. Le enseñé la papeleta de licenciado.
-Es muy bonita -comentó.
-¿Podría tomar un par de aquellas
ciruelas amarillas de la otra vez?
-Lo siento, pero el árbol se
quemó.
-¿Cuándo?
-Hace seis meses. Todo se ha
quemado. ¿Lo ves?
-¿Y tú?
-Yo también. Como todo lo
demás. Un montoncito de cenizas y sanseacabó.
Miré a la muchacha que estaba
apoyada en el poste del telégrafo. La miré fijamente. Y a través de su cara y
de su cuerpo vi las vetas de la madera del poste y las hierbas de la zanja. Le
puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del telégrafo.
-¿Te he hecho daño? -pregunté.
-Ninguno. Te he esperado para
hacerte ver que la culpa no es mía. ¿Puedo irme ahora?
-No. Debes esperarme hasta que
yo haya terminado otro servicio...
Han pasado doce años y todas las
tardes nos vemos. Yo paso sin bajarme de la bicicleta.
-Adiós.
-Adiós.
¿Comprenden ustedes ahora lo
que les dije al comienzo de esta historia? ¿Muchachas? Muchachas, no. Yo tengo
mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste de telégrafo
sobre el camino de la fábrica.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario