Lo que voy a contar no me lo han contado a mí ni lo he leído en ningún
sitio, lo he vivido y lo he visto con mis propios ojos, estos que se comerá la
tierra. Ocurrió hace poco más de 30 años. Los políticos se quejaban de que los
controles de las intervenciones quitaban agilidad a sus gestiones de gobierno.
Y ganaron la batalla: se crearon empresas públicas, externalizando la gestión,
cuyos gastos se intervendrían a
posteriori, al final del ejercicio. O sea que se cargaron la intervención previa. A partir de ahí, en
poco tiempo, el desmadre fue absoluto. ¿Quién evita que se gaste mal lo que ya
se ha gastado? Y pagado…
La intervención previa
adolecía de defectos, el peor de los cuales era que más que controlar se
trataba de vestir al santo: rechazando un expediente por defectos de forma, o
por lo que fuera, se enseñaba al órgano gestor a cumplimentarlo debidamente, lo
que daba lugar a cierta picaresca. Pero el temor al rechazo estaba ahí y la función
de control, mal que bien, se realizaba. ¿Que eran demasiadas firmas? Para
empezar, no tantas, poco más de una docena, y en menos de una semana se
firmaban. En cualquier caso, se trataba del control de fondos públicos, y la
seguridad debería primar sobre la urgencia caprichosa del político.
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El pretendido conflicto entre control y agilidad |
Así que ya lo saben,
señores gestores y políticos: si quieren de verdad controlar los gastos
públicos, eliminen la intervención a
posteriori, recuperen la intervención previa, reduzcan al máximo posible
las empresas públicas, y a las que deban sobrevivir dótenlas con los
interventores necesarios. Pero que no se gaste un euro más sin haberse inspeccionado
mediante su intervención previa,
gusten o no las firmas que hagan falta, si realmente se quiere controlar el
gasto público.
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