Ha fallecido la semana pasada a los 61 años el filósofo valenciano Miguel
Catalán, que escribió sobre la pseudología (la mentira) para la que había
previsto una veintena de volúmenes. Lector asiduo de Mann, Proust, Schopenhauer
y Nietzsche, su último libro lleva el número diez y se titula La alianza del trono y el altar. El
penúltimo, centrado en el uso de la religión como instrumento de dominación, lo
tituló La santa mentira. “El
universo del engaño es casi infinito y al tiempo, conmovedor. Sea la ilusión
del autoengaño, la mentira piadosa o la propaganda política, nunca te deja
indiferente”.
Yo prefiero ver en la mentira dos
planos diferentes. Uno, lúdico, fecundo, como lo es la ficción. Pero una
ficción consentida por el espectador. Otro perverso, nefasto, manipulador, cuando
se engaña para obtener beneficios a costa de perjuicios para los crédulos que
le prestaron atención. El mejor ejemplo de este último lo tenemos en el terreno
político o el religioso, donde abundan las mentiras compulsivas por haber
formado ya parte de su naturaleza.
Al igual que en el campo
penal tenemos el “estado de necesidad” que deja sin castigo una acción
necesaria para la supervivencia, como por ejemplo robar unas manzanas para
comerlas a falta de otros recursos a mano, así también disculpamos el engaño
(las trampas) con las que nuestros ancestros pudieron cazar animales, por ejemplo.
Incluso lo admiramos y aplaudimos. Y si se trata del teatro, hasta pagamos por
ello.
Por lo que el tema se nos
antoja complejo. Renegamos y condenamos la mentira, por supuesto, sobre todo en
los políticos. Pero el mentiroso se autocastiga perdiendo su credibilidad y
consiguiente respeto por parte de los demás. Por otra parte, la verdad puede
ser cruel, y la mentira, fecunda, y hasta divertida. No es fácil pronunciarse,
no.
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