El perdón a veces sirve más al verdugo
que a la víctima. La víctima, de hecho, puede sufrir una reactivación de su
trauma al tener que enfrentarse al dilema de si debe otorgar el perdón. Esto,
por supuesto, no es cierto para todas las víctimas. Algunas sí aceptan la
petición de perdón por parte de sus victimarios. Pero también es cierto que en
esos casos ha habido normalmente un proceso anterior por el cual el victimario
ha mostrado un interés por satisfacer las necesidades de la víctima en cuanto a
la consecución de verdad y justicia. Sólo después de ese proceso previo, ha
llegado el perdón. Sólo después de ese compromiso restaurador, el verdugo es
perdonado.
En demasiadas ocasiones, la misma
sociedad o comunidad que ha sido cómplice de los crímenes pasados (por su
silencio, omisión o connivencia) exige a la víctima que perdone. La víctima que
sigue sufriendo, sobre todo la que hace ese sufrimiento público, es incómoda
porque su dolor señala tanto a los culpables como a los cómplices, recuerda que
hay un daño sin reparar. Por eso a la víctima se le dice que, si perdona, se
sentirá mejor, pasará página, olvidará el agravio. Si no lo hace, se le
recriminará que vive en el pasado, que remueve heridas. Cuando la petición de
perdón no es el paso final de una serie de medidas concretas de reparación
(principalmente la investigación del crimen y persecución de los culpables con
intervención de la justicia), no es más que un gesto vacío o, peor, un insulto.
“¿De qué me sirve a mí perdonar?”, decía Strejilevich. No le sirve de nada
porque lo que ella ha necesitado desde esa tarde de 1977 cuando la secuestraron
y la llevaron a un centro clandestino de detención para
torturarla brutalmente es justicia. ¿De qué les sirve a las víctimas de Andreu Soler que les
pidan perdón cuando no se ha hecho justicia? Eso sólo lo saben ellos, pero el
abad y sus colegas deberían preguntárselo.
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