Claro que duele la muerte de un ser querido, aunque más que por su desgracia lo sufrimos por la sensación de pérdida, de abandono, en que su ausencia nos deja. Pero cuando se llora de verdad, con dolor, se llora en privado y en silencio. Los aspavientos en público son groseras representaciones, sobreactuaciones, con las que intentamos ponernos en el lugar del muerto para robarle el protagonismo.
El muy denostado
Freud nos dejó bien explicado que los familiares sobrevivientes no pueden
evitar el remordimiento por el daño hecho, o el bien dejado de hacer, al
fallecido mientras estaba en vida. Y que ese remordimiento, sentimiento de
culpa, lleva aparejado el temor (digámoslo, miedo) a que el espíritu del muerto
quiera vengarse de nosotros. Motivo por el cual agasajamos al muerto, no
recordamos nada desagradable de él, y le encargamos misas para que le abran las
puertas del Edén. Y de ahí el proverbio de
mortuis nihil nisi bene, de los muertos no conviene decir nada
inconveniente, no sea que se molesten y se venguen.
Podemos seguir más
allá. El espíritu del muerto como tótem de su colectivo, como benefactor cuyos
favores se impetran, como objeto de culto y origen del concepto de dios…, pero
eso ahora nos llevaría demasiado lejos.
Escribo esto porque
acabo de leer un texto de Sergio del Molino que me ha movido a hacerlo: “No me
lloréis, dicen muchos, organizad un guateque en mi honor y correos una buena
juerga. Yo no quiero eso. Yo quiero que me lloren hasta deshidratarse, que
monten escenitas, que alguien se desmaye, que otro alguien se arroje sobre el
ataúd maldiciendo al cielo y gritando que le lleve a él en vez de a mí y que
todos se arrepientan de no haberme querido lo suficiente. A lo bestia.
(Re)presentar el
ritual del adiós como una comedia renaturaliza la relación con la muerte,
profundamente artificial y aséptica en el mundo actual”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario