Hubo un tiempo en que mentar los penales, “antecedentes penales” lo llamaban, era mentar la bicha. Eran algo que te estigmatizaba. El motivo de
su rechazo bien podía deberse a su implícita asociación a los pordioseros,
indigentes, mindundis, macarras y drogatas que eran los que tradicionalmente
habían sido los huéspedes de las cárceles, que de este modo devenían en antros
de adiestramiento para la delincuencia menor.
Se les perdió algo
de respeto (a los “antecedentes penales”) cuando en la primera década del siglo
XXI empezaron a exigirse en muchos trámites administrativos, entre ellos al
firmar un contrato de trabajo, si no estoy mal informado. Ahora, unos siglos
más tarde, no resulta fácil entender que un trámite tan normal pudiera poner el
vello como escarpias solamente con mentarlo.
La normalización de
los penales para aceptarlos como un valor cultural se consiguió cuando las cárceles
se llenaron ocupando un alto porcentaje de la población civil. A ello
contribuyó también la idea progresista de reintegrar en la sociedad a los
reclusos mediante instalaciones acogedoras y dotadas de los recursos necesarios
para hacer agradable la vida de los presos y proveerles de los medios adecuados
a fin de poder realizar su aspiración vocacional.
Todo comenzó cuando,
en lugar de ser las cárceles encierros de castigo para las clases sociales
menos favorecidas, empezaron a llenarse de políticos corruptos y magnates mangantes
que hasta entonces habían gozado de patente de corso para estafar a terceros, expoliarlos
y/o disponer como propios de los fondos públicos. La afluencia de estos
próceres fue tan masiva que hubo partido político que no pudo rellenar completa
su lista de candidatos en las continuas elecciones. Con lo que no tuvieron más
remedio que incluir a procesados, reos, confesos, y a los que ya habían cumplido
su condena o gozaran de libertad condicional. Práctica esta, la de incluir en
las listas electorales a próceres de la peor calaña, que ayudó, sin duda, a su
normalización. (Cuando decimos “de la peor calaña” utilizamos valores y
contextos hoy perfectamente asumidos como normales, pero rechazables la época
de entonces.)
En nuestros días
podemos decir con orgullo que, aceptados los penales como un valor normal de
nuestra sociedad, nadie se avergüenza de ellos pues forma parte de nuestra
naturaleza tanto humana como social. Evaluamos los delitos económicos del mismo
modo que lo hacemos, más o menos, con las multas, sean de tráfico o de
aparcamiento.
-Siete años, sí, siete,
pero ya sabes. Con la redención de penas por el trabajo y demás exenciones se
quedaron en tres años y un día.
Y no es que
valoremos estos lances como méritos pero sí como un gesto social de aceptación
de nuestra realidad, superando la falsa hipocresía de nuestros abuelos.
P/D: Una prueba de
haber conseguido el difícil objetivo de la igualdad de géneros es que el número
de hombres encarcelados se equipara prácticamente igual al número de mujeres
que gozan de encierros carcelarios. (He dicho “gozan”?)
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V.V.: No sé a qué distancia situarlo.
Vamos degradando los valores hasta aceptar la corrupción como algo tan normal
como en la antigua Roma. Puede ocurrir. Está bien. En especial equiparar los
géneros.
J.J.: Yo tampoco he sabido situarlo en
la distancia, quizás porque ya estemos entrando en ella.
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