Dice la noticia: “El Parlamento de la Antigua
República Yugoslava de Macedonia (ARYM) aprobó el pasado viernes 11/1/19 los
cambios en la Constitución necesarios para que el país pase a llamarse República
Macedonia del Norte, como acordó con Grecia el pasado junio para cerrar una
disputa abierta durante más de un cuarto de siglo.” Tsipras ha logrado la ratificación del acuerdo
en el Parlamento griego, lo que no le resultó nada fácil, 151/146, pues el
ministro de Defensa y socio suyo, líder de un partido pequeño, se oponía al
acuerdo y llegó a amenazar con su renuncia, algo que ha cumplido. El referéndum
consultivo realizado a finales de septiembre respaldó el cambio de nombre, con
un 90% a favor pero su validez fue cuestionada por la oposición porque la
abstención superó los dos tercios del electorado.
Este paso adelante aparentemente retórico
permitirá la reanudación de negociaciones para integrar a Macedonia en la UE.
En un momento de crisis del europeísmo
que parece no poder salir del pozo en que la han metido los neoliberales
austéricos, Europa no reniega de seguir ampliando la integración de más países
en su seno, sin que ello signifique una huida hacia adelante ni una falta de
responsabilidad por no solucionar primero los conflictos internos: los da por
supuestos. La pérdida de líbido europeísta no le impide sobrevivir reproduciéndose.
El cambio de nombre exigido por Grecia
para que el Consejo europeo tramitara la integración de Macedonia en la UE, se
debía a que Grecia quería dejar patente que su verdadera pertenencia era a
Grecia y no a Yugoslavia. En efecto, macedonio era Filipo II, padre de Alejandro
Magno que fue quien unió todas las ciudades-estado griegas de la Magna Grecia
en la Confederación panhelénica que fue origen del estado actual. El
panhelenismo puede sonar bien a nuestros oídos centralistas y unificadores pero
en el caso de Grecia fue causa del desmoronamiento del país al perder su
identidad los helenos que siempre se sintieron de su ciudad más que de una
entidad superior que le desligaba de sus dioses, valores y costumbres locales.
Quizás el caso griego y su proceso
panhelénico pueda servir de ejemplo en la Europa actual que, si no quiere perder sus elementos integrantes y vaciarse de su rico contenido, tiene que proteger las diferencias culturales que la configuran.
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