Del agua pueden decirse muchas cosas. Por
ejemplo, que el agua, junto con la tierra, el aire y el fuego, eran los cuatro elementos
básicos de la Naturaleza. Que cubre el 71 % de la superficie de la corteza
terrestre. Que se localiza principalmente en los océanos donde se
concentra el 96,5 % del agua total del planeta Tierra. Que aproximadamente
el 70 % del agua dulce se destina a la agricultura, mientras
que la industria absorbe una media del 20 % del consumo mundial y el
consumo doméstico no llega al 10 % restante. Que la historia
muestra que las primeras civilizaciones florecieron en zonas favorables a la
agricultura, como las cuencas de los ríos. Es el caso de Mesopotamia,
considerada la cuna de la civilización humana, surgida en el fértil valle del Éufrates
y el Tigris, así como el de Egipto que dependía por completo del Nilo y
sus periódicas crecidas. Muchas otras grandes ciudades, como Rotterdam,
Londres, Montreal, París, Nueva York, Buenos Aires, Shanghai, Tokio, Chicago o
Hong Kong deben su riqueza a la conexión con alguna vía de agua que favoreció
su crecimiento y su prosperidad. La parte baja de la ciudad es su centro
antiguo normalmente (downtown) por ser ahí donde ocurrió el primer asentamiento,
junto al río. Más de 2/3 de nuestra masa corporal es agua. Etc., etc.
Pero lo que yo quiero comentar aquí es el espíritu
del agua, su naturaleza sagrada. Al nacer venimos precedidos de un derrame de agua, el líquido amniótico,
que nuestros ancestros creyeron conveniente añadir al momento de la muerte
imaginando que nuestro viaje al más allá lo haríamos atravesando un espacio de
agua (rós Estigio, Aqueronte, en Grecia). Por ello junto a los templos había un
estanque de agua necesario para ese último viaje. Y la nave central del templo, naos,
delata con su nombre su función, la de transportar al difunto a algún sitio
pero a través del agua.
La nave en el templo era lo mismo que el ataúd en la tumba, pues como ya hemos dicho repetidas veces en este blog el templo (en tiempo patriarcal) evolucionó desde la tumba (del tiempo de la diosa), de la cual mantiene rasgos evidentes, incluido el incienso para defenderse de los malos olores de los cadáveres. Que las imágenes de “santos” (representando a los muertos) se incrusten en nichos parece correcto. Y que el sarcó-fago fuera de madera le permitiría flotar y navegar, aunque hay mitos en que se habla de tumbas de piedra… que navegaban incluso hasta San Andrés de Teixidó, cerca de Finisterre.
La nave en el templo era lo mismo que el ataúd en la tumba, pues como ya hemos dicho repetidas veces en este blog el templo (en tiempo patriarcal) evolucionó desde la tumba (del tiempo de la diosa), de la cual mantiene rasgos evidentes, incluido el incienso para defenderse de los malos olores de los cadáveres. Que las imágenes de “santos” (representando a los muertos) se incrusten en nichos parece correcto. Y que el sarcó-fago fuera de madera le permitiría flotar y navegar, aunque hay mitos en que se habla de tumbas de piedra… que navegaban incluso hasta San Andrés de Teixidó, cerca de Finisterre.
El dios de las aguas era Poseidón, pero el dios adivino que habitaba en
las aguas era Proteo que cambiaba de forma cuando le interrogaban. Lo mismo que
hace el agua cuando se adapta al recipiente que la contiene.
Y si nacemos en agua, con ella se re-nace espiritualmente mediante el bautismo. Y es con ella, bendita, que podemos defendernos de los malos espíritus, no?
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