domingo, 22 de enero de 2017

1376 (D 22/1/17) La exquisitez de la democracia

La democracia no es exquisita. No se le pueden pedir peras al olmo. Y no es un fin ni un objetivo, sino una herramienta para garantizar una libertad a todos los ciudadanos por igual.
   La democracia se caracteriza por la representación política, la división de poderes y el pluralismo (gobierno por la mayoría que debe proteger a las minorías) y se degrada por la partitocracia, en tanto que los partidos gobernantes opten por secuestrar a las instituciones impidiendo que puedan ejercer su labor de controlarse mutuamente. Los nombramientos, por ejemplo, de los altos cargos de las instituciones por el partido gobernante impiden que éstas puedan ejercer su labor con la debida independencia. Con lo cual ponen a la sociedad a su servicio en lugar de ponerse ellos al servicio de la sociedad.
    Por otra parte, si los gobiernos son representantes de los ciudadanos  y de éstos, como masa multitudinaria que son, su media será mediocre, no podremos quejarnos de que los gobiernos a su vez sean zafios y palurdos. Los griegos, inventores de la democracia, expulsaban de su ciudad a los más sobresalientes aplicándoles el ostracismo, llamado así por votarse su exilio en óstracos (tejas). Cuando el héroe de la II Guerra Mundial, Winston Churchill, perdió las primeras elecciones después de la victoria, los ingleses lo explicaban así: es que habla demasiado bien.
Es propio del poder el abuso de la fuerza, por muy legal que sea. Son déspotas y maltratadores de los mismos que les votan. Por eso, si queremos caernos del guindo, de lo primero que hay que  reírse es del dogma que dice que el poder está en manos del pueblo. Entre los griegos, de nuevo, inventores de la democracia, repito, votaban sólo los patricios (realmente los ciudadanos), un 10% de la población, siendo excluidos los esclavos, extranjeros, mujeres...
   La democracia, pues, no tiene mucho que ver con la virtud, la discreción, la elegancia, la inteligencia o el buen gusto. "Los muchos", los votantes y los no votantes también (al delegar éstos en los anteriores su voz y su voto), se sienten identificados con sus gobiernos corruptos, tahúres, mendaces y descarados, siempre que alardeen de chuletas desvergonzados por impunes. De otro modo no se explica que los muchos se dejen gobernar por un zafio, tramposo, como Rajoy o un histérico, energúmeno, como Donald Trump.
    La realidad nos decepciona porque nos sentimos engañados cuando de pequeños nos enseñaron que debemos -porque podemos- ser virtuosos, galantes, generosos, trabajadores, cultos y discretos. Y luego resulta que los que no son así son justamente los que disfrutan del poder y de la gloria, además de los dineros, mientras que los que aceptaron aquellas enseñanzas ahora no se comen una rosca.
     En España muchos de los votantes del PP se sienten avergonzados y no se atreven a confesar a quién han elegido. Pero persisten en autofustigarse votando de nuevo a los corruptos delincuentes, país de masocas.
Lo que queda por entender es por qué insisten los electores en votar a quienes van a maltratarlos en lugar de protegerlos. Etienne de la Boétie intentó explicarlo como un proceso psicológico en el que los votantes coronan a un bufón (recuerda a los Saturnales) por la necesidad de transgredir la ortodoxia, el orden que nos regula, que nos contiene, que nos reprime. Es lo que, por lo leído, denomina el "culto a la transgresión". Una especie de catarsis que nos permite estallar y romper con los esquemas vigentes que nos aprisionan.
    El bufón coronado, explica (o intenta explicar) Antonio Valdecantos, se ve encumbrado y grande porque así lo ven los que lo eligen: “El súbdito experimenta fascinación por el gobernante indigno cuando lo entroniza”. Pero por qué? Es él, el súbdito humillado el que corona al que luego va a maltratarle de por vida. Que me aspen si entiendo algo.
     Bueno, pues ¿sabéis cuándo escribió todo esto el tal Etienne de la Boétie? Hace cinco siglos y medio! en el año 1550.

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