El Deseo
Siempre practicó el sexo con torpeza y con
dificultad. Se acercaba a él con pudor, de puntillas, sonrojándose, nervioso,
como buscando la raíz de sus raíces, la madriguera del útero materno donde
perdía sus angustias y sus miedos. Nunca contempló a Afrodita (el Deseo) sino
envuelta en halos mágicos, velos (cíngulos) semitransparentes, misterios
insondables ante los que quedaba perplejo, estupefacto, indefenso.
Con Maruchi todo cambió. Ella le enseñó a
hacer el amor con naturalidad, sin nervios ni complejos, sin misterios, ni
angustias, ni miedos, sin torpezas y sin dificultad.
Pero perdió el Deseo.
(Dicen que lo anda buscando debajo de la
cama, detrás de las cortinas y visillos, entre los libros...)
Café y media tostá
El anciano acudía todas las mañanas a las
9, siempre a la misma hora, al bar de la esquina a tomar su café. Doble, con
leche y media tostada con aceite. El matrimonio le sonreían, “buenos días, don
Manué”, se lo preparaban y servían sin preguntarle nunca nada –él, el café, y
ella, la media tostada que le llevaban a la mesa- y bajaban la voz para dejarle
leer tranquilamente el periódico, chistando con el dedo en los labios a los
clientes de la barra para que no gritaran al hablar. Y así un día, y otro día,
y otro día...
Hasta que una mañana apareció del hijo de
los dueños, ya casi veinte años, mandando tras la barra, regañando a sus padres
y sirviendo el café él, para enseñarles cómo hay que hacer las cosas. Al llegar
el momento de pagar, el anciano preguntó con el gesto, como siempre: cuánto es?
- 1.50,
farfulló el
adolescente, y el viejo pagó y se dispuso a marchar.
- Ya sé que mi padre le cobraba 1.20, pero
es que el café que le he servido es un doble de café, gritó el chaval, reprochando
en lugar de disculparse.
Todos volvieron la cabeza, “¡vaya morro
tiene el viejo!”, sugerían sus gestos de incredulidad.
Desde entonces al anciano ni le saludan al
llegar, ni se lo sirven en la mesa, ni chistan a los demás para que dejen de
gritar.
Otro café, quizá en el mismo bar
Le avisé que me había dado de más en la
vuelta. “Gracias”, me dijo el camarero, corrigiendo el cambio. El dueño estaba
delante. Desde entonces el camarero no quiere saber de mí y me ignora incluso
cuando me sirve el café.
Huyendo
hacia delante (epitafio?)
Nací asustado, viví asustado, morí
tranquilo.
El Fracaso
Siempre fue de perdedor. Tanto tiempo
conviviendo con el Fiasco le había permitido conocerlo a fondo y saber que, si
se aprende a convivir con él, no es tan terrible como dicen. Es más, puede
resultar confortable: porque cuando fracasas y te hundes hasta el fondo... ya
no puedes caer más; porque cuando se está hundido, ya no hay miedo a estar
peor, no es posible estar peor, lo cual te hace fuerte, invulnerable. Por eso
siempre iba de perdedor, porque le había cogido el gusto.
Y por eso cuando, alguna vez, el Éxito
llamaba a su puerta, él se escondía debajo de la cama.
No hay comentarios:
Publicar un comentario