(En mi última escapada a Zaragoza capital
fui al cine por la tarde a ver “El Coro” con Dustin Hoffman y Kathy Bates un
tanto arrugaos y un Mesías de Haendel
en “re de pecho” reducido a su Aleluya con florituras y enrevesao: me faltó coro y me sobró el melodrama familiar. Pero fui
porque me gustan los coros)
Me gustan los coros. Me encantan los coros. Pero no sólo por la armonía,
la polifonía, la magia de la música que nos eleva y sublima hasta hacernos
flotar, sino por lo que voy a decir ahora:
Los miembros de un coro tienen una sensibilidad que nos permite que
podamos identificarles como artistas. Músicos en este caso, pues la voz humana
es el mejor instrumento musical. Bien. Pero los artistas son imaginativos, creativos,
y como tales necesitan de la vanidad como motor que les ayude a realizarse. Sin
embargo en un coro tienen que pasar desapercibidos al integrarse en la
disciplina de un conjunto donde el que se signifique dará una nota discordante
que dará al traste con todo el grupo. Pues bien, eso es lo que más me sorprende
en los coros: que el egoísmo necesario del artista se haga compatible con la
generosidad, el altruismo, que necesita el conjunto para poder funcionar. Donde
la genialidad de cada miembro se diluya en el grupo en aras de una armonía
coral.
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