Es fácil (no tanto, pero bueno), es fácil denunciar el disparate del
dogma que hace que cada una de las religiones monoteístas se erija a sí misma
como la única verdadera y las demás, falsas. Es tan evidente que no vale la
pena perder el tiempo en ello.
Pero el tema cambia cuando
se trata de culturas. Ninguna cultura es superior a las demás, por supuesto. Y
he dicho “superior”. El lenguaje es un buen ejemplo: hasta las sociedades más
“primitivas” (éste ya es un término etnocentrista), algunas con un número muy
reducido de palabras o de elementos en sus alfabetos, tienen todos los vocablos
que necesitan para poder entenderse y desarrollarse. Y nuevas circunstancias
provocarían automáticamente nuevos conceptos y nuevos términos para
expresarlos.
Pero ¿qué pasa con valores de
nuestra civilización que consideramos de obligada aceptación y aplicación en
todo el mundo, tales como por ejemplo los derechos humanos? ¿Debemos, es más,
podemos, imponerlos en todos los países, etnias y culturas?
En su reciente artículo “Vuelve
Huntington?”, Fernando Vallespín se pregunta si la fuente del conflicto del
presente ya no es la pugna ideológica sino una lucha entre culturas, en
particular la del Islam contra Occidente. Para Samuel Huntington, Occidente
debería abandonar sus pretensiones de “exportar” los principios de los derechos
humanos y velar por la defensa de sus valores en casa, defendiéndose frente a
la quinta columna que suponen las minorías islamistas que anidan en su seno,
teniendo en cuenta que valores tales como el pluralismo, la tolerancia o la
libertad de opinión no caben en el seno de culturas monoteístas fanatizadas.
Que lo que en estos momentos nos importa no es aquello que nos unifica en
cuanto que seres humanos, sino la defensa de nuestra diferencia: Occidente se
equivocó al considerar que era posible tender puentes entre las diferentes
culturas, que son sustancialmente incompatibles. Huntington pensaba que el error de nuestra civilización reside en
no verse a sí misma como una cultura más, sino como la cultura del futuro,
la única que supo integrar los valores de la Ilustración, con el reconocimiento
de la ciencia como única verdad oficial y la consecuente privatización de la
religión. Sus valores los predica, por tanto, con carácter universal. Ahí
estaría su ingenuidad, el considerar que, por nuestros avances en el proceso de
racionalización del mundo, nos
constituíamos en algo así como el modelo sobre el que otros habrían de
converger. Occidente se ha convertido de hecho en una cultura más, y como
todas ellas aspira a su defensa al modo tradicional.
Sin embargo, la conciencia de vulnerabilidad que
reverdecen los últimos acontecimientos de París debería conducirnos a rescatar
aquello que de verdad nos hace fuertes, los valores de la democracia y los
derechos humanos y las instituciones del Estado de derecho. Para Ulrich Beck. el
miedo no se combate recortando la libertad en nombre de la seguridad o
volviendo al calorcito de las identidades primigenias. Sólo se alcanza
persistiendo en la defensa de unos principios cuyo poder no reside en que sean
“nuestros”, sino en que son de todos. ¡Más Ulrich Beck y menos Huntington!
¿O es esta afirmación una
prueba de dogmatismo, y por tanto intolerancia, frente a otras culturas que no
comulgan con nuestra axiología? ¿Cómo podemos fundamentar, racionalmente, la
universalidad de nuestros valores?

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