Los humanos hemos evolucionado gracias a
la diversidad de culturas, sus confrontaciones y la difusión de sus hallazgos
entre ellas. La difusión cultural es un tema que me apasiona especialmente. Todos
los grupos humanos han integrado en sus culturas los mitos, valores y tradiciones
de otros grupos que se hubieran mostrado más eficaces que las propias. Entendiendo
por eficacia la supervivencia y desarrollo de sus propias instituciones. La
velocidad de esas importaciones es vertiginosa (en términos evolutivos): por ejemplo el más importante
hallazgo de la humanidad hasta el presente, i.e.:
la agricultura, que comenzamos en Mesopotamia en el año 9.000, se consolidó como extensiva hacia el
6.000 iniciando su difusión a un kilómetro por año! (en términos relativos yo
lo veo como velocidad de internet) por lo que llegó en el 3.000 a China por el
Este y a España por el Oeste. A pesar de la opinión casi unánime, con Arnold
Toynbee, Marvin Harris y los más insignes historiadores a su cabeza, sobre la
capacidad del ser humano de inventar las mismas cosas en tiempos y lugares
diferentes “cuando, y si, se dan las mismas circunstancias” (lo que me suena a
un intento sesgado de ensalzar las pirámides mayas, incas y aztecas, como
autóctonas, como genuinamente americanas), esta idea me parece inaceptable
conociendo como sabemos nuestra habilidad de copiar inventos ajenos. Cómo
llegaron las “fotocopias de los planos” de las pirámides egipcias a Mesoamérica
no lo sé (a través del estrecho de Bering? bastaba un dibujo en la tierra de un
triángulo junto con la idea de “inhumar” al rey sagrado bajo piedras para que
pudiera reproducirse, como las plantas cuyas semillas enterradas les permite regenerarse cada ciclo anual en nuevos elementos de su especie), pero me parece mucho más fácil aceptar esta
hipótesis que la pretendida genuinidad de inventarlas ex novo -si ya estaban inventadas!, la navaja de Ockam- en tierras
americanas.
Muy
fuerte tenía que ser el impacto de las novedades integradas en las culturas
importadoras para vencer el inevitable etnocentrismo que blinda lo propio
frente a tradiciones ajenas invasoras. Por otra parte, la aceptación de ideas
nuevas sufre una fuerte transformación al pasar por el tamiz del contexto
cultural del grupo colonizado. Un ejemplo de ántropo-centrismo lo podemos ver
en los guiones de las series televisivas sobre animales salvajes cuyo
comportamiento los asimilamos torpemente a los humanos. Así, por ejemplo, nos
parece malísimo el león que mata a las crías de la leona para que ésta entre en
celo de nuevo y pueda reproducirse con ella con cachorros propios, que serán
mejores para su especie por la selección natural que implica la victoria del
nuevo león sobre el derrotado.
Dando por terminado este largo y aburrido preámbulo, al tajo:
Cierto día se alojó en mi casa un adolescente proveniente de un lugar donde no comían pescado. Animado a probarlo, no supo negarse y lo intentó. Por poco tiempo, porque fue comer el primer bocado, con todas las reticencias, y salió corriendo al wáter para vomitarlo, el pescado y la comida anterior, pues el tamaño de lo expulsado superaba con creces el volumen del trozo de pez en mala hora ingerido pero en buena hora expulsado. Durante la semana que estuvo con nosotros, ni le mostramos de nuevo en la mesa ningún tipo de pescado, ni mucho menos lo comimos. Ni siquiera cuando fuimos un fin de semana a bañarnos en la playa de Cádiz. El proceso de etnocentrismo fue tan breve como intenso: cómo podía el ser humano comer eso?
La
historia acaba con una carta que nos llegó meses más tarde comunicándonos que el
adolescente, al parecer ya no tanto, había formado en su lugar de origen un club del pescado!
que acudía “religiosamente” el primer viernes de cada mes a comer sushi en un
restaurante japonés! Este es otro ejemplo de difusión cultural, no tan aparatoso
como el de las pirámides egipcias entre los mayas, pero no por ello menos
singular.
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