…a costa de expoliar a la gran mayoría de
los ciudadanos menos favorecidos, aunque esto no es un coste para ellos sino un
segundo objetivo por sí mismo.
Harto de escuchar falsedades y disparates al
Gobierno, sus miembros y a la cúpula de su partido, decidí meterme debajo de la
cama desde donde no tengo más remedio que asomarme aunque sólo sea para reproducir
dos magníficos textos de Paul Krugman sobre las mentiras tortuosas a las que se
ven obligados los defensores de la política económica neoliberal que en
realidad sólo defienden sus propios intereses.
(Paul Krugman, premio Nobel en 2008, es profesor de Economía de Princeton Univ., USA)
1. Charlatanes, cascarrabias y Kansas
Hace dos años, Kansas se embarcó en un
extraordinario experimento fiscal: rebajó drásticamente el impuesto sobre la
renta sin tener ninguna idea clara de con qué sustituiría los ingresos
perdidos. Sam Brownback, el gobernador, propuso la norma —en términos
porcentuales, la mayor rebaja tributaria en un año aprobada nunca por un
Estado— en estrecha colaboración con el economista Arthur Laffer. Y Brownback
predijo que la bajada impulsaría un auge económico; “Fíjense en Texas”,
proclamó.
Pero Kansas no va muy bien; de hecho, su
economía se está quedando a la zaga tanto de los Estados vecinos como de
Estados Unidos en general. Mientras tanto, el presupuesto del Estado se ha
hundido en las profundidades del déficit, lo que ha hecho que Moody’s rebaje la
calificación de su deuda. Hay en esto una lección importante, pero no es la que
creen. Sí, el desastre de Kansas demuestra que las bajadas de impuestos no
tienen poderes mágicos, pero eso ya lo sabíamos. La verdadera lección es el
poder imperecedero que tienen las malas ideas, siempre que dichas ideas
beneficien a la gente adecuada.
¿Por qué, después de todo, iba nadie a
creer a estas alturas en la economía de la oferta, que afirma que las rebajas
tributarias impulsan tanto la economía que se financian por sí solas, en gran
medida o del todo? Esta doctrina se estrelló y ardió hace dos décadas, cuando
casi toda la derecha —tras afirmar, engañosamente, que el rendimiento económico
durante el mandato de Ronald Reagan validaba su doctrina— empezó a predecir que
la subida de impuestos a los ricos por parte de Bill Clinton provocaría una
recesión o incluso una depresión pura y dura. Lo que en realidad se produjo fue
una expansión económica espectacular.
Y los liberales que han aceptado durante
mucho tiempo la economía de la oferta y quienes la defienden no han sido los
únicos que se han visto desacreditados por la experiencia. En 1998, en la
primera edición de su muy vendido libro de texto sobre economía, el profesor de
Harvard N. Gregory Mankiw —todo un republicano, y más tarde presidente del
Consejo de Asesores Económicos de George W. Bush— escribía un párrafo muy
famoso sobre el daño causado por los “charlatanes y cascarrabias”. En concreto,
subrayaba la función desempeñada por “un pequeño grupo de economistas” que
“aconsejaron al candidato presidencial Ronald Reagan que bajase de forma
generalizada el impuesto sobre la renta para aumentar los ingresos
tributarios”. Encabezando ese “pequeño grupo” se encontraba ni más ni menos que
Art Laffer.
Y los defensores de la economía de la
oferta, lejos de haber reparado su error después, han seguido equivocándose en
los últimos años de forma tan grotesca como en la década de 1990. Por ejemplo,
han pasado cinco años desde que Laffer nos avisó a los estadounidenses de que
“podíamos esperar una rápida subida de los precios y unos tipos de interés
muchísimo más altos en los próximos cuatro o cinco años”. Casi todos los de su
bando le dieron la razón. Pero lo que hemos visto ha sido más bien poca
inflación y unos tipos de interés más bajos que nunca.
De modo que ¿cómo han terminado los
charlatanes y cascarrabias dictando las políticas de Kansas y, en menor medida,
las de otros Estados? Sigamos el rastro del dinero.
La bajada de impuestos de Brownback no ha
salido de la nada. Ha llegado tras un programa presentado por el Consejo
Estadounidense de Intercambio Legislativo, o ALEC, que también ha respaldado
una serie de estudios económicos cuyo propósito era demostrar que las rebajas
de impuestos a las corporaciones y los ricos fomentan un crecimiento económico
rápido. Los estudios son tan malos que dan vergüenza ajena, y la Junta de
Especialistas del consejo —a la que pertenecen Laffer y Stephen Moore, de la
Fundación Heritage— no se ha mostrado muy entusiasta a la hora de darles
credibilidad. Pero es lo bastante bueno para los que trabajan contra el
Gobierno.
¿Y qué es el ALEC? Es un grupo secreto,
financiado por grandes corporaciones, que elabora borradores de modelos de
leyes para políticos conservadores de nivel estatal. Ed Pilkington, de The
Guardian, que ha conseguido algunos documentos filtrados del ALEC, lo describe
como “casi un servicio de citas entre políticos estatales, políticos elegidos
para cargos locales y muchas de las mayores empresas de Estados Unidos”. Y,
cómo no, la mayoría de los esfuerzos del ALEC van encaminados a la
privatización, la liberalización y las rebajas de impuestos a las corporaciones
y los ricos.
Y me refiero exactamente a los ricos. El
ALEC, a la vez que apoya las grandes rebajas del impuesto sobre la renta, pide
que se aumenten los impuestos al consumo —cuyo peso recae especialmente en las
familias con pocos ingresos— y que se reduzcan las ayudas basadas en la renta
destinadas a las familias de clase trabajadora. De modo que su programa
contempla bajarles los impuestos a los de arriba y subírselos a los de abajo,
al tiempo que se recortan los servicios sociales.
Pero ¿cómo se puede justificar el hecho de
enriquecer a los que ya son ricos al tiempo que se les ponen las cosas más
difíciles a los que pasan apuros económicos? La respuesta es que uno necesita
una teoría económica que afirme que una política así es la clave para la
prosperidad de todos. La economía de la oferta responde a una necesidad
respaldada por montones de dinero, y el hecho de que fracase una y otra vez no
importa.
Y el desastre de Kansas tampoco tendrá
importancia. Bueno, detendrá brevemente a los Estados que se plantean aplicar
políticas similares. Pero el efecto no será muy duradero, porque la fe en la
magia de las bajadas de impuestos no tiene que ver con los hechos; tiene que
ver con encontrar motivos para darles a los poderosos lo que quieren.
2.
Quién quiere la depresión?
(Una minoría de
adinerados tiene una potentísima influencia en el debate sobre la política
monetaria de Estados Unidos)
Una lección triste que he aprendido en los
últimos años es que la economía es una disciplina mucho más política de lo
querríamos creer. Bueno, es una forma de hablar. Pero antes de la crisis
financiera, muchos economistas —incluso, hasta cierto punto, el que suscribe—
pensaban que había un consenso profesional considerable en relación con algunos
temas importantes.
Esto era especialmente cierto en el caso
de la política monetaria. No han pasado tantos años desde que el Gobierno de
George W. Bush declarase que una de las lecciones que habíamos aprendido tras
la recesión de 2001 y la recuperación que la siguió era que “las políticas
monetarias decididas pueden acortar y suavizar una recesión”. Entonces, sin
duda, tendría que haber un consenso bipartidista a favor de una política
monetaria más decidida a fin de combatir la crisis de 2007-2009, que era mucho
peor. ¿No es así?
Pues no. He escrito muchas veces sobre el
fenómeno del sadomonetarismo, la exigencia constante de que la Reserva
Federal y otros bancos centrales dejen de intentar crear empleo y, en vez de
eso, suban los tipos de interés, independientemente de las circunstancias. He
indicado que la persistencia de este fenómeno tiene mucho que ver con la
ideología, la que a su vez tiene mucho que ver con los intereses clasistas. Y
sigo pensando que es así.
Pero ahora creo que los intereses
clasistas también influyen a través de un canal más rudimentario y directo.
Dicho de forma bastante simple, las políticas presupuestarias expansivas,
aunque pueden ayudar al conjunto de la economía, perjudican directamente a
aquellos que obtienen muchos de sus ingresos de los bonos y otros activos que
generan intereses (y estos son, fundamentalmente, los más ricos, en concreto el
0,01% con ingresos más altos).
Ésta es la historia hasta la fecha: la
Reserva Federal lleva más de cinco años enfrentándose a las durísimas críticas
de una coalición de economistas, expertos, políticos y magnates del sector
financiero que le advierten de que está “degradando el dólar” y allanándole el
camino a una inflación descontrolada. Uno podría pensar que el hecho de que
esta predicción sobre la inflación siga sin materializarse serviría, al menos,
para que se replanteasen las cosas, pero no es así. Algunos de los detractores
se han sacado de la manga nuevos argumentos para no modificar sus demandas
políticas —¡es por la inflación! No, ¡es por la estabilidad financiera!—, pero
la mayoría se ha limitado a seguir repitiendo las mismas advertencias.
¿Quiénes son estos detractores que siempre
se equivocan y nunca tienen dudas? Sin ninguna excepción que yo recuerde,
provienen de la derecha del espectro político. ¿Pero por qué los sentimientos
de derechas tienen que ir de la mano de la paranoia de la inflación? Una
posible respuesta es que utilizar la política monetaria para combatir las
crisis es una forma de activismo gubernamental. Y los conservadores no quieren
legitimar la idea de que la acción gubernamental pueda, en algún caso, tener
efectos positivos, porque una vez que se admite eso, se puede terminar
respaldando cosas como un seguro sanitario garantizado por el Gobierno.
Pero quienes defienden los intereses de
los ricos tienen un motivo mucho más simple para quejarse de las políticas
presupuestarias expansivas: los ricos obtienen una parte importante de sus
ingresos de los intereses sobre los bonos, y la política de los tipos de
interés bajos ha reducido enormemente dichos ingresos.
Las quejas sobre los tipos de interés
bajos suelen formularse en relación con el daño que se les está haciendo a los
jubilados estadounidenses que viven de los intereses de sus certificados de
depósitos. Pero los cobros de intereses de los estadounidenses de la tercera
edad van a parar básicamente a una minoría pequeña y relativamente acomodada.
En 2012, el jubilado estadounidense medio que cobra intereses obtuvo más de
3.000 dólares, pero la mitad del colectivo recibió 255 dólares o menos. Los que
en realidad salen perdiendo con los tipos de interés bajos son los
verdaderamente ricos (ni siquiera el 1%, sino el 0,1% o 0,01% más adinerado).
Allá por 2007, antes de la crisis, un miembro medio del 0,01% ingresaba tres
millones de dólares anuales en intereses (en dólares de 2012). En 2011, esa
cifra había caído hasta los 1,3 millones de dólares (una pérdida equivalente a
casi el 9% de los ingresos del colectivo en 2007).
Eso es mucho dinero, y seguramente explica
gran parte de la histeria en torno a las políticas de la Reserva Federal. Los
ricos tienen incluso más tendencia que la mayoría de la gente a creer que lo
que es bueno para ellos es bueno para Estados Unidos (y su riqueza y las
influencias que compra garantizan que siempre habrá abundancia de supuestos
expertos dispuestos a encontrar justificaciones para esa actitud). De ahí el sadomonetarismo.
Lo que me lleva de nuevo a la politización
de la economía.
Antes de la crisis financiera, muchos
gobernadores de bancos centrales y economistas vivían, ahora está claro, en un
mundo de fantasía y se imaginaban que eran tecnócratas aislados de la refriega
política. Después de todo, su trabajo consistía en llevar el timón de la
economía por entre los bajíos de la inflación y la depresión, ¿y quién podría
poner objeciones a eso?
Resulta, sin embargo, que usar la política
monetaria para combatir la depresión, aunque beneficie a la inmensa mayoría de
los estadounidenses, no beneficia a una pequeña minoría adinerada. Y, en
consecuencia, la política monetaria está tan metida en los conflictos
ideológicos y de clase como la política fiscal.
La verdad es que, en una sociedad tan
desigual y polarizada como la que ha llegado a ser la nuestra, casi todo es
político. Acostúmbrense a ello.
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