domingo, 13 de julio de 2014

924 (D 13/7/14) Diarrea de mentiras en la política neoliberal de la “casta” para mantener sus privilegios...

…a costa de expoliar a la gran mayoría de los ciudadanos menos favorecidos, aunque esto no es un coste para ellos sino un segundo objetivo por sí mismo.
Harto de escuchar falsedades y disparates al Gobierno, sus miembros y a la cúpula de su partido, decidí meterme debajo de la cama desde donde no tengo más remedio que asomarme aunque sólo sea para reproducir dos magníficos textos de Paul Krugman sobre las mentiras tortuosas a las que se ven obligados los defensores de la política económica neoliberal que en realidad sólo defienden sus propios intereses.

(Paul Krugman, premio Nobel en 2008, es profesor de Economía de Princeton Univ., USA)

1. Charlatanes, cascarrabias y Kansas
Hace dos años, Kansas se embarcó en un extraordinario experimento fiscal: rebajó drásticamente el impuesto sobre la renta sin tener ninguna idea clara de con qué sustituiría los ingresos perdidos. Sam Brownback, el gobernador, propuso la norma —en términos porcentuales, la mayor rebaja tributaria en un año aprobada nunca por un Estado— en estrecha colaboración con el economista Arthur Laffer. Y Brownback predijo que la bajada impulsaría un auge económico; “Fíjense en Texas”, proclamó.
Pero Kansas no va muy bien; de hecho, su economía se está quedando a la zaga tanto de los Estados vecinos como de Estados Unidos en general. Mientras tanto, el presupuesto del Estado se ha hundido en las profundidades del déficit, lo que ha hecho que Moody’s rebaje la calificación de su deuda. Hay en esto una lección importante, pero no es la que creen. Sí, el desastre de Kansas demuestra que las bajadas de impuestos no tienen poderes mágicos, pero eso ya lo sabíamos. La verdadera lección es el poder imperecedero que tienen las malas ideas, siempre que dichas ideas beneficien a la gente adecuada.
¿Por qué, después de todo, iba nadie a creer a estas alturas en la economía de la oferta, que afirma que las rebajas tributarias impulsan tanto la economía que se financian por sí solas, en gran medida o del todo? Esta doctrina se estrelló y ardió hace dos décadas, cuando casi toda la derecha —tras afirmar, engañosamente, que el rendimiento económico durante el mandato de Ronald Reagan validaba su doctrina— empezó a predecir que la subida de impuestos a los ricos por parte de Bill Clinton provocaría una recesión o incluso una depresión pura y dura. Lo que en realidad se produjo fue una expansión económica espectacular.
Y los liberales que han aceptado durante mucho tiempo la economía de la oferta y quienes la defienden no han sido los únicos que se han visto desacreditados por la experiencia. En 1998, en la primera edición de su muy vendido libro de texto sobre economía, el profesor de Harvard N. Gregory Mankiw —todo un republicano, y más tarde presidente del Consejo de Asesores Económicos de George W. Bush— escribía un párrafo muy famoso sobre el daño causado por los “charlatanes y cascarrabias”. En concreto, subrayaba la función desempeñada por “un pequeño grupo de economistas” que “aconsejaron al candidato presidencial Ronald Reagan que bajase de forma generalizada el impuesto sobre la renta para aumentar los ingresos tributarios”. Encabezando ese “pequeño grupo” se encontraba ni más ni menos que Art Laffer.
Y los defensores de la economía de la oferta, lejos de haber reparado su error después, han seguido equivocándose en los últimos años de forma tan grotesca como en la década de 1990. Por ejemplo, han pasado cinco años desde que Laffer nos avisó a los estadounidenses de que “podíamos esperar una rápida subida de los precios y unos tipos de interés muchísimo más altos en los próximos cuatro o cinco años”. Casi todos los de su bando le dieron la razón. Pero lo que hemos visto ha sido más bien poca inflación y unos tipos de interés más bajos que nunca.
De modo que ¿cómo han terminado los charlatanes y cascarrabias dictando las políticas de Kansas y, en menor medida, las de otros Estados? Sigamos el rastro del dinero.
La bajada de impuestos de Brownback no ha salido de la nada. Ha llegado tras un programa presentado por el Consejo Estadounidense de Intercambio Legislativo, o ALEC, que también ha respaldado una serie de estudios económicos cuyo propósito era demostrar que las rebajas de impuestos a las corporaciones y los ricos fomentan un crecimiento económico rápido. Los estudios son tan malos que dan vergüenza ajena, y la Junta de Especialistas del consejo —a la que pertenecen Laffer y Stephen Moore, de la Fundación Heritage— no se ha mostrado muy entusiasta a la hora de darles credibilidad. Pero es lo bastante bueno para los que trabajan contra el Gobierno.
¿Y qué es el ALEC? Es un grupo secreto, financiado por grandes corporaciones, que elabora borradores de modelos de leyes para políticos conservadores de nivel estatal. Ed Pilkington, de The Guardian, que ha conseguido algunos documentos filtrados del ALEC, lo describe como “casi un servicio de citas entre políticos estatales, políticos elegidos para cargos locales y muchas de las mayores empresas de Estados Unidos”. Y, cómo no, la mayoría de los esfuerzos del ALEC van encaminados a la privatización, la liberalización y las rebajas de impuestos a las corporaciones y los ricos.
Y me refiero exactamente a los ricos. El ALEC, a la vez que apoya las grandes rebajas del impuesto sobre la renta, pide que se aumenten los impuestos al consumo —cuyo peso recae especialmente en las familias con pocos ingresos— y que se reduzcan las ayudas basadas en la renta destinadas a las familias de clase trabajadora. De modo que su programa contempla bajarles los impuestos a los de arriba y subírselos a los de abajo, al tiempo que se recortan los servicios sociales.
Pero ¿cómo se puede justificar el hecho de enriquecer a los que ya son ricos al tiempo que se les ponen las cosas más difíciles a los que pasan apuros económicos? La respuesta es que uno necesita una teoría económica que afirme que una política así es la clave para la prosperidad de todos. La economía de la oferta responde a una necesidad respaldada por montones de dinero, y el hecho de que fracase una y otra vez no importa.
Y el desastre de Kansas tampoco tendrá importancia. Bueno, detendrá brevemente a los Estados que se plantean aplicar políticas similares. Pero el efecto no será muy duradero, porque la fe en la magia de las bajadas de impuestos no tiene que ver con los hechos; tiene que ver con encontrar motivos para darles a los poderosos lo que quieren.

2. Quién quiere la depresión?
(Una minoría de adinerados tiene una potentísima influencia en el debate sobre la política monetaria de Estados Unidos)
Una lección triste que he aprendido en los últimos años es que la economía es una disciplina mucho más política de lo querríamos creer. Bueno, es una forma de hablar. Pero antes de la crisis financiera, muchos economistas —incluso, hasta cierto punto, el que suscribe— pensaban que había un consenso profesional considerable en relación con algunos temas importantes.
Esto era especialmente cierto en el caso de la política monetaria. No han pasado tantos años desde que el Gobierno de George W. Bush declarase que una de las lecciones que habíamos aprendido tras la recesión de 2001 y la recuperación que la siguió era que “las políticas monetarias decididas pueden acortar y suavizar una recesión”. Entonces, sin duda, tendría que haber un consenso bipartidista a favor de una política monetaria más decidida a fin de combatir la crisis de 2007-2009, que era mucho peor. ¿No es así?
Pues no. He escrito muchas veces sobre el fenómeno del sadomonetarismo, la exigencia constante de que la Reserva Federal y otros bancos centrales dejen de intentar crear empleo y, en vez de eso, suban los tipos de interés, independientemente de las circunstancias. He indicado que la persistencia de este fenómeno tiene mucho que ver con la ideología, la que a su vez tiene mucho que ver con los intereses clasistas. Y sigo pensando que es así. 
Pero ahora creo que los intereses clasistas también influyen a través de un canal más rudimentario y directo. Dicho de forma bastante simple, las políticas presupuestarias expansivas, aunque pueden ayudar al conjunto de la economía, perjudican directamente a aquellos que obtienen muchos de sus ingresos de los bonos y otros activos que generan intereses (y estos son, fundamentalmente, los más ricos, en concreto el 0,01% con ingresos más altos).
Ésta es la historia hasta la fecha: la Reserva Federal lleva más de cinco años enfrentándose a las durísimas críticas de una coalición de economistas, expertos, políticos y magnates del sector financiero que le advierten de que está “degradando el dólar” y allanándole el camino a una inflación descontrolada. Uno podría pensar que el hecho de que esta predicción sobre la inflación siga sin materializarse serviría, al menos, para que se replanteasen las cosas, pero no es así. Algunos de los detractores se han sacado de la manga nuevos argumentos para no modificar sus demandas políticas —¡es por la inflación! No, ¡es por la estabilidad financiera!—, pero la mayoría se ha limitado a seguir repitiendo las mismas advertencias.
¿Quiénes son estos detractores que siempre se equivocan y nunca tienen dudas? Sin ninguna excepción que yo recuerde, provienen de la derecha del espectro político. ¿Pero por qué los sentimientos de derechas tienen que ir de la mano de la paranoia de la inflación? Una posible respuesta es que utilizar la política monetaria para combatir las crisis es una forma de activismo gubernamental. Y los conservadores no quieren legitimar la idea de que la acción gubernamental pueda, en algún caso, tener efectos positivos, porque una vez que se admite eso, se puede terminar respaldando cosas como un seguro sanitario garantizado por el Gobierno.
Pero quienes defienden los intereses de los ricos tienen un motivo mucho más simple para quejarse de las políticas presupuestarias expansivas: los ricos obtienen una parte importante de sus ingresos de los intereses sobre los bonos, y la política de los tipos de interés bajos ha reducido enormemente dichos ingresos.
Las quejas sobre los tipos de interés bajos suelen formularse en relación con el daño que se les está haciendo a los jubilados estadounidenses que viven de los intereses de sus certificados de depósitos. Pero los cobros de intereses de los estadounidenses de la tercera edad van a parar básicamente a una minoría pequeña y relativamente acomodada. En 2012, el jubilado estadounidense medio que cobra intereses obtuvo más de 3.000 dólares, pero la mitad del colectivo recibió 255 dólares o menos. Los que en realidad salen perdiendo con los tipos de interés bajos son los verdaderamente ricos (ni siquiera el 1%, sino el 0,1% o 0,01% más adinerado). Allá por 2007, antes de la crisis, un miembro medio del 0,01% ingresaba tres millones de dólares anuales en intereses (en dólares de 2012). En 2011, esa cifra había caído hasta los 1,3 millones de dólares (una pérdida equivalente a casi el 9% de los ingresos del colectivo en 2007).
Eso es mucho dinero, y seguramente explica gran parte de la histeria en torno a las políticas de la Reserva Federal. Los ricos tienen incluso más tendencia que la mayoría de la gente a creer que lo que es bueno para ellos es bueno para Estados Unidos (y su riqueza y las influencias que compra garantizan que siempre habrá abundancia de supuestos expertos dispuestos a encontrar justificaciones para esa actitud). De ahí el sadomonetarismo.
Lo que me lleva de nuevo a la politización de la economía.
Antes de la crisis financiera, muchos gobernadores de bancos centrales y economistas vivían, ahora está claro, en un mundo de fantasía y se imaginaban que eran tecnócratas aislados de la refriega política. Después de todo, su trabajo consistía en llevar el timón de la economía por entre los bajíos de la inflación y la depresión, ¿y quién podría poner objeciones a eso?
Resulta, sin embargo, que usar la política monetaria para combatir la depresión, aunque beneficie a la inmensa mayoría de los estadounidenses, no beneficia a una pequeña minoría adinerada. Y, en consecuencia, la política monetaria está tan metida en los conflictos ideológicos y de clase como la política fiscal.
La verdad es que, en una sociedad tan desigual y polarizada como la que ha llegado a ser la nuestra, casi todo es político. Acostúmbrense a ello.

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