Parece que vivir no nos resulta
suficiente. Necesitamos añadirle emociones. Emocionándonos con el paisaje o la
aventura, la guerra o el amor, los viajes o las fantasías, enamorándonos o con
la ficción, con drogas o buscando la verdad, pero siempre con emociones por
delante. La ausencia de emociones es el aburrimiento.
La reiterada salida de Africa de las distintas especies de homínidos a
Eurasia se nos antoja que, además de aventurarnos en viajes, lo hicimos
buscando el lugar donde residía el sol, en su orto por el este y en su ocaso por
occidente. La inhumación de los cadáveres fue fruto de una abstracción genial,
la semilla que, enterrada y podrida bajo tierra, germina y se regenera luego en nuevas plantas
de su propia especie en círculos estacionales. La magia, tan reprobable hoy como cualquier
esoterismo, en sus inicios fue una postura digna por intentar dominar a la
naturaleza, etc. etc.
Pero no es a estas grandes emociones a las que quiero referirme, sino a
las emociones cotidianas que rompen la monotonía de la rutina, como son el
cotilleo entre vecinos, los partidos de fútbol, los melodramas de la televisión,
o que te toque la lotería…
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