En los últimos
estudios económicos profundos sobre la racionalidad de los actos humanos, en
relación con las actitudes emocionales o la emocionalidad de los actos
racionales, se ha llegado a la conclusión de que el contexto económico es el
más adecuado para su análisis. Así, la economía del esfuerzo nos lleva a
realizar conductas en las que el beneficio es superior al costo (el esfuerzo)
necesario para obtenerlo. Y a este modelo le dan el nombre (el nombre siempre
es importante) de Homo Oeconomicus.
Dicho en términos matemáticos (que le da un aire así, como científico) actuamos
de manera que la relación beneficio/coste sea superior a 1.
Así pues, “Homo œconomicus es el concepto utilizado en la escuela
neoclásica para modelizar el comportamiento humano. Esta representación teórica
se comportaría de forma racional ante
estímulos económicos siendo
capaz de procesar adecuadamente la información
que conoce, y actuar en consecuencia. (Fijáos bien, a ver si con estas
frases han conseguido decir algo).
El término hombre
económico fue utilizado por
primera vez en el siglo XIX por los críticos de la obra de John Stuart Mill
sobre economía política. Mill escribe que lo que él propone es «una definición
arbitraria del hombre como un ser que, inevitablemente, hace aquello con lo
cual puede obtener la mayor cantidad de cosas necesarias, comodidades y lujos,
con la menor cantidad de trabajo y abnegación física con las que éstas se
pueden obtener». Smith escribió: No es la benevolencia del carnicero, del
cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración
de su propio interés.
Se puede extender el tema al altruismo, la generosidad y el egoísmo,
llegando a concluir que el altruismo es una forma de egoísmo en la que la
generosidad se ve estimulada por el aplauso y el reconocimiento de los demás. Una
ola de economistas a finales del siglo XIX (Francis Edgeworth, William Stanley
Jevons, León Walras, Vilfredo Pareto, Lionel Robins…) construyeron modelos
matemáticos con estos supuestos. Homo Oeconomicus, faceta del Homo
Sapiens, se considera racional en el sentido de que el bienestar, tal
como se define en la función de utilidad, es optimizado según las oportunidades
percibidas. Es decir, el individuo trata de alcanzar objetivos muy específicos
y predeterminados en la mayor medida posible con el menor coste posible. Homo
economicus basa sus decisiones
considerando su propia función de utilidad personal.
Antropólogos como Marshall Sahlins, Karl Polany, Marcel Mauss o Maurice
Godelier, han demostrado que, en sociedades tradicionales, las elecciones que
la gente hace en materia de producción e intercambio de bienes siguen patrones
de reciprocidad que
difieren considerablemente de lo que el modelo del homo oeconomicus postula. Estos sistemas se han denominado economía del regalo en vez de economía de mercado.
Y bla bla bla, blabla bla, bla bla bla…
Pues bien todo esto lo sabía y lo resumía mejor mi abuela cuando para
decidir si había que hacer o desistir de algo, simplemente decía:
-Vale la pena. O: no vale la pena.
“Vale la pena” (vale el esfuerzo que hubiera que hacer) era lo que decía
cuando el beneficio a obtener era superior al esfuerzo que requería. Lógico,
natural. Y todos la entendíamos. Sin necesidad de calcular que la relación de
cada acto que ejecutáramos con el esfuerzo o costo que implicara, fuera 1 o más
de 1. Eso sí que no valía la pena.
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