Tocan a limpieza general. Pero es tanta la
porquería que tenemos que barrer y fregar con zotal, lejía, aguafuerte y
aguarrás, que podríamos empezar por estas dos, las cúpulas de la clase política
y de la eclesiástica. Desterrándolas a unos islos desiertos, por ejemplo. (El
término islo se utiliza aquí para
designar una isla imaginaria.) Hay islos, o debería haberlos, para acoger a los
políticos corruptos, a los eclesiásticos momificados y a las palabras, mentiras
y promesas electorales desaparecidas en el curso de los tiempos (esto último no
viene muy a cuento pero ayuda a enriquecer la fantasía).
Sugiere con gracia la académica de la RAE Carme Riera que a los
políticos podridos podríamos desterrarlos a un islo que, según Estrabón IV.3,
servía de residencia a los senadores romanos con sobresueldos en negro,
contabilidades B, delincuentes, inútiles, farsantes y mentirosos. Un espacio
del que no podrían salir, donde no habría caza aunque sí pesca, pero
arriesgada, donde la falta de recursos alimentarios sanos les forzaran a devorarse
unos a otros. Puestos a imaginar, Carme añade que este islo no estaría anclado
a un subsuelo sino que sería flotante, y que al final del siglo XX fue avistado
muy cerca de Belice, un lugar apropiado con los deseos de los corruptos por
tratarse de un paraíso fiscal.
Otro islo, aunque podría ser el mismo que
el anterior, acogería en su seno a los mitrados que excedieran de los 90 k. con
su atuendo, su anillo y sus joyas incluidos, por carecer del espíritu
franciscano que el nuevo Papa, según parece prometer, quiere imponer, aunque
ello suponga su liquidación por las reformas. Su desnudez obligada no ofendería
su pudor ya que no podrían ser observados desde fuera del lugar. Aunque podría
excitar sus apetitos desordenados e intentar reproducirse contra natura. Sus habitáculos tendrían las paredes forradas de
espejos que reflejaran sus imágenes tal como son.
Estos islos no deben confundirse con el
de las palabras perdidas, mentiras y promesas electorales incumplidas. Supongo
que a Carme Riera no le agrada la idea de utilizar ninguno de los dos islos anteriores
como centro de acogida de palabras fallecidas, las que mueren con las lenguas
que se extinguen, o las que dejan de usarse entre las lenguas vivas. Que por
cierto son más cada día, ya que con lo móviles son muchas las que sobran y hay
que soltar lastre para hablar más deprisa. Pero es que en este islo no se
aceptan momias ni se permite recordar, delenda
est eorum memoria, a los que, sin mediar violencias institucionales, de un
modo natural vayan falleciendo.
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