La
opacidad es connatural al Poder. Los cristales (y plasmas) que desfiguran la
realidad que esconden dentro (o detrás) se fabrican en la calle Génova de
Madrid. Con lo cual lo que se deja observar no tiene nada que ver con lo que
hay de verdad. La distorsión de lo que se ve se da en ambas direcciones, desde
fuera (la calle) hacia dentro (los partidos, el gobierno) y desde los paraísos de
los gobernantes hacia la gente que duerme a la intemperie. Es, pues, peor una
transparencia falsa que una total opacidad. Esta al menos no engaña. Mientras
que el plasma te da la imagen de ellos que ellos quieren, los blinda y
resguarda de toda contaminación exterior, los hace inmunes e impunes, no se
manchan y les resguarda de mezclarse con la chusma. Esa chusma que se compone
de viejos, dependientes, pensionistas, pacientes en listas de espera, jóvenes
que se manifiestan en las calles, parados registrados, ignorando los cuales
esperan que desaparezcan.
Cuanto más se esconden ellos, tanto más quieren vigilarnos a nosotros. A
su intimidad añaden nuestra desnudez. Nos tienen controlados desde la mañana a
la noche, las 24 horas diarias durante todo el año, con cámaras al aire o en
las redes digitales, mientras ellos
burlan nuestro control y vigilancia desviándolos hacia lo que quieren que
veamos. El entramado de espías y contraespionajes ya no es propio de aventuras
puntuales sino que forman parte de nuestra existencia en su totalidad.
Ahogada la democracia, ésta emerge por donde puede, desde las redes
sociales hasta los programas basura de la televisión, donde aúllan las masas que
quieren ser percibidas, desnudas, sin ninguna protección. Sordos y ciegos a la
realidad, han enloquecido. Y nosotros con ellos.
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