Mi próximo ensayo, de más de mil páginas, La Mona Apasionada, el que nunca se publicará (y eso que ya lo
tengo traducido al inglés), trata de la pasión como motor de la Historia humana
y de su evolución biológica y cultural. Fue la pasión por lo desconocido, la curiosidad
y consiguiente necesidad de viajar, lo que nos hizo aventurarnos desde Africa a
Pekín, a Oceanía y a Finisterre. Es la emoción del “mono apasionado” y su sed consiguiente de aventuras, de
viajes, de movilidad, lo que nos diferencia de nuestros hermanos los demás
animales, más incluso que el lenguaje, la tecnología o el discurso racional. No
es sólo que necesitemos de estímulos externos para dar lo mejor de nosotros
mismos, es que lo que inventamos y encontramos fuera de nosotros lo hacemos
porque ya lo teníamos dentro.
Esas locas aventuras que parecen no llevar a ningún lado salvo, en
muchos casos, a la muerte, como cruzar mares a nado, escalar 8.000 mts,
adentrarnos en las entrañas de la tierra, enamorarnos o correr en los toros de
san Fermin, tienen su encanto. Nos fascinan, por el riesgo, lo desconocido, la
situación límite, la consiguiente descarga de adrenalina. Pero hay más. No sólo
son caprichos de aventura, es que gracias a estos riesgos la humanidad ha
avanzado y evolucionado como no lo habría hecho si nuestra manada hubiera sido
sedentaria. Sobre todo mediante la “difusión cultural”, que ha permitido
progresar a los grupos humanos por derroteros que no habrían encontrado por sí
mismos, que ha provocado los mejores destellos por el choque y confrontación entre
las diferentes culturas. Sin ir más lejos ahí tenéis la Grecia clásica del s.V
a III adne. como resultado del choque de los indoeuropeos del Cáucaso con las
tribus del Mediterráneo. Pero este es otro tema que quizás toquemos otro día.
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