Como complemento de la entrada de ayer: El calendario, más importante que el amor,
los solsticios merecen comentario aparte.
Que el sol se parara en su carrera
celestial (para alumbrar el campo de batalla junto a las murallas de Jericó,
algo que concedió Yahvé a Josué) o que Atreo, padre de Agamenón, frenara el curso del sol y le hiciera seguir su carrera al revés, tienen mucho que ver entre
sí. Los dos mitos se refieren al poder que detentaban los que, al llegar el solsticio
de invierno, el 25 de diciembre actual, hacían que el curso del sol remontara
hacia el oeste en lugar de seguir su curso hundiéndose hacia el sur. Gracias a
este ritual evitaban la muerte total, de su pueblo y de la naturaleza, por lo
que el dominio del calendario, que empezaba en esta fecha, constituía un valor
de los más importantes para algo tan vital y necesario como era la supervivencia.
(Un profesor de Antropología de la
universidad pública J.F.Kennedy de Boston no comprendía que unos indios nativos
pelearan contra el Estado por conservar su santuario de celebración de los
solsticios en lugar de permitir que los arrasara la construcción de una autopista.)
Los aros de fuego que se hacían rodar por
las montañas conseguían, por magia mimética, que el sol, remontara, y ese
triunfo inflaría la autoestima de una especie que, dominando la naturaleza,
obligaría el sol a renacer con la consiguiente primavera. Ya sabemos que este
fenómeno no necesitaba de ningún ritual para repetirse cada año, pero quien lo
oficiara merecería que su pueblo lo proclamaría como rey. O como dios, que era
lo mismo, sobre todo si se trataba del rey-dios-Sol. Y por eso Atreo se coronó
rey de Argos y de Micenas en lugar de su hermano Tiestes que acumulaba más
méritos.
Así que el coñazo de los solsticios
esos es nada más y nada menos que el nacimiento del dios Sol, o para los
católicos el cumpleaños de su dios Xto Jesús. Pero a mí me parece que era mucho
más importante asegurar la supervivencia de un pueblo obligando al sol a
revertir su carrera, que no celebrar la Natividad de un niño, por más que se llamara Jesús, en Belén.
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