Los males
irremediables no se solucionan ignorándolos, i.e.: escondiendo la cabeza debajo del ala. Como ejemplos de tales
males inevitables citemos la guerra militar: cuando uno es agresivo contra
otros, todos, todos tienen que pertrecharse para defenderse de esa agresividad;
o la droga: recuerden la ley seca y el cambio que supuso la “legalización” del alcohol
(si el hecho es inevitable, enfréntate a él y regúlalo; es dejándolo fuera de
la ley como se provoca su adulteración, incentivo, comercio mafioso, etc.); o
la religión, cómo vamos a dejar sin ese último recurso, por indigno que sea, a
la masa creyente incapaz de generar sus propios criterios por sí misma?; o,
como en el caso que nos ocupa, la prostitución.
El temor supersticioso a legalizarla
(léase regularla) se produce al confundir legalización con bendición.
Legalizarla no significa santificarla, sino todo lo contrario: al aceptarla
como un hecho inevitable (discutir este punto de partida nos llevaría demasiado
lejos en este momento: si lanzo una manzana al aire ésta caerá aunque yo evite
mirarla) no hacemos más que aceptarla como un hecho inevitable y con ello, prepararnos
para regularla y para su control. Controlar las mafias del sexo, hacer frente a
los temas de salud, proteger el presente y el futuro de las víctimas…, ¿cómo
puede nadie de buena fe negarse a todo eso?
Ya sé, ya sé, que quienes se niegan a su “legalización”
lo hacen preconizando una sociedad más justa, igualitaria, donde la mujer
pierda su condición de objeto…, etc, etc., y todo eso está muy bien. Pero eso
sería lo mejor. Y en este caso, como casi siempre, lo mejor es enemigo de lo bueno.
Aparte de que ese objetivo digno y maravilloso llevaría su tiempo, generaciones,
y mientras tanto, qué, seguimos dejando que las exploten, las humillen y las vapuleen?
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