No
vamos a discutir la influencia merecida de Darwin en la biología y en todas las
ciencias con motivo de su revolucionario descubrimiento de la selección natural, según la cual todos
los seres vivos provenimos de un antecedente original desde el cual hemos evolucionado en miles de especies por
adaptación al medio para poder sobrevivir. Concretamente la especie homínida se
separó de la del chimpancé hace unos 6 millones de años. O sea, que el huevo
fue anterior a la gallina, y no al revés como nos quieren hacer creer los
creacionistas que llegan a afirmar que el ser humano fue creado tal cual somos en
el año 2004, aunque no nos aseguran ni la hora ni que naciéramos hablando ya inglés.
Pero
hay un punto concreto de su teoría que hoy hemos puesto en tela de juicio.
Según la teoría original de Darwin los cambios en el individuo si no son
genéticos no se reproducen en su descendencia. Ejemplo: una jirafa que estire
su cuello para poder comer y consiga alargarlo, no por ello su descendencia
nacerá con el cuello más largo. Algo que sí aceptaba Lamark, para quien las variaciones
biológicas durante una vida individual pueden ser heredables, teoría que fue
denostada en su momento pero que ha sido rehabilitada en nuestros tiempos en
los que se acepta la heredabilidad de los aprendizajes culturales y de los
cambios biológicos en vida, por aquello de la epigénesis, fenotipos y otros hallazgos que sería engorroso
detallar.
Lo
que no me parece de recibo es que la eminencia
mundial en biología molecular de origen español Carlos López Otín se atreva
a profetizar que “en 100 o 200 años los humanos tendremos los ojos más grandes,
menos memoria y dedos más estilizados para adaptarse a los teclados”, sin
reflexionar ni explicar la base evolutiva en que apoya estas afirmaciones.
(Belén con material reciclado de la Asociación Amibil de Minusválidos de Bílbilis, Calatayud)
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