Entre los musulmanes y judíos están prohibidas las imágenes de sus dioses o antepasados. Todavía
sigue vigente en muchas culturas (e individuos) el temor a ser fotografiado, o a
que alguien o algo se apodere de nuestra imagen y pueda perjudicarnos
dañándolas a ellas. Y éste es un temor inconsciente que persiste hoy en día, ya como
superstición.
Lo entenderemos si sabemos que nuestros ancestros se “confundían” con
sus propias imágenes: la representación (incluso meramente simbólica) de la
imagen de mi abuelo no era sólo eso, mera representación, sino que encarnaba a
mi propio abuelo. Esto explica que se pudiera ejecutar (o dañar) a unas persona
quemando su efigie, por ejemplo.
Comentando la estúpida barbarie de unas muchachas activistas arrojando
tomate a cuadros de museos, Antonio Muñoz Molina apostilla que delatan una “hostilidad
puritana hacia las imágenes” con una simpleza ideológica con la que torpemente
pretende justificarse. “La tontería humana es inabarcable y más cuando pueden
lograr una celebridad instantánea”. Leyendo el segundo párrafo anterior, lo de “puritana”
podría sustituirse por “ancestral” o “iconoclasta”.
No sólo se temía que pudieran perjudicarnos dañando nuestra imagen, sino
también nuestras huellas o la sombra en el suelo, (lo que explica el origen del
palio y de las angarillas para proteger al que es transportado), o incluso el
nombre, que las madres evitaban dar a conocer a los extraños. Todavía los judíos
evitan pronunciar el nombre de su dios, el Sinnombre, y sospecho que algo
tendrá que ver con eso el hecho de que, al ser los primeros alfabetos puramente
consonánticos, lo escondieran bajo vocales: Ieoua (Jehová)(?). El arca de la alianza quizás contenía su nombre, "Yo soy el que soy", y remeda a un sarcó-fago (que consume lo sagrado), hace santo lo que contiene y lo vivifica al representarlo como una llama de fuego. Pero esta es otra historia.
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