La intolerancia, incluida la xenofobia, tiene su íntima raíz en
convicciones religiosas, y más concretamente en el monoteísmo. El monoteísmo no
sólo impone un solo dios (una sola idea) a los que lo practican sino que
rechaza a los otros que, siendo también monoteístas, adoran a un dios distinto.
Los bloques son compactos y no permiten fisuras ni trasvases pero en tiempos
anteriores bien que practicaron el proselitismo.
La primera religión
monoteísta apareció hacia 1350 en Egipto cuando el faraón Akenatón proclamó a Atón
(Sol) como único dios de Estado al que todos los súbditos egipcios debían
rendir culto. Conviene añadir más datos sobre este suceso singular: que el sol
(o rey sol) era una divinidad máxima y muy extendida entre las culturas contemporáneas;
que en aquellos tiempos Egipto había sometido a otros pueblos periféricos que el
faraón quiso aglutinar bajo una misma divinidad; que Akenatón pretendió debilitar
a la prepotente clase sacerdotal egipcia y a su dios Amón con su nueva religión
de Estado; que su pretensión duró lo que duró su corta vida y que tan pronto
falleció los sacerdotes restablecieron el orden religioso secular egipcio; y
que quizás su mensaje caló en un noble egipcio, Moisés, que fundó la primera de
las tres religiones actuales monoteístas.
Hemos repetido numerosas
veces en este mismo blog que en el nombre de dios se han perpetrado las mayores
iniquidades la historia. El principio de que “el fin (bueno) justifica los
medios” (incluso los más perversos), es el comienzo de toda inmoralidad. Pero
los monoteísmos no han dado importancia a esas menudencias.
Huitzilopochtli |
El politeísmo no es
proselitista ni persigue “herejes” o “infieles”. Los imperios politeístas no
intentaban convertir a sus súbditos ni enviaban ejércitos para imponer a su
Osiris egipcio, su Zeus griego o su Huitzilopochtli azteca (compárese con las
misiones cristianas). Los pueblos sometidos (o integrados) debían respetar a
los dioses imperiales porque ellos protegían y legitimaban el imperio pero no
se les exigía que abandonaran los cultos a sus dioses locales. Más aún, incorporaban
éstos a sus divinidades imperiales, casos de la asiática Cibeles o la Isis
egipcia añadidas al panteón de los máximos dioses romanos. Sólo rechazaban a
los cristianos porque su dios, monoteísta, rechazaba el culto a ningún otro
dios, y por tanto no respetaban a los dioses imperiales, lo cual era una carga
en profundidad contra la propia estructura del imperio. Aun así, en las
desprestigiadas persecuciones contra los cristianos, en los 300 años que
transcurrieron entre Cristo y Constantino los romanos iniciaron sólo cuatro de
ellas con una mortandad de pocos miles, mientras que en las guerras religiosas
entre católicos y protestantes que aceptaban el mismo dios así como el mismo evangelio,
en los siglos XVI y XVII se mataron entre sí por cientos de miles. Sólo en una
noche, la del 23 de agosto de 1572, la noche de San Bartolomé, los católicos
franceses asesinaron entre 5.000 y 10.000 protestantes en menos de veinticuatro
horas. En esas veinticuatro horas murieron por intolerancias religiosas más
cristianos a manos de otros cristianos que los que habían caído a manos del
Imperio romano politeísta a lo largo de toda su existencia.
En todo caso el monoteísmo
cristiano no es tal, pues los santos que reciben culto según sus especialidades
son numerosísimos (politeísmo), santificando deidades paganas disfrazadas y
canonizadas, que quedaban así colonizadas. La misma Virgen Madre recibe en
España más devoción que el propio Dios Padre. Los cristianos creen en su dios
monoteísta, pero también en el Demonio dualista, en santos politeístas y en
espíritus animistas. En realidad, el cristianismo no practica el monoteísmo sino
el sincretismo.
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