(Extraídos
de mi novela 365 días con Triana)
A Triana, que era hija de
su tiempo y de su generación, le gustaba la música ruidosa, alborotada,
bullanguera y al máximo volumen, con ritmos estridentes como luego sería el
bacalao. De aquí mi sorpresa cuando el día que vino de una boda me contó que se
le había puesto la carne de gallina oyendo una melodía en el órgano de la
iglesia. Aseguraba que jamás podría olvidarla y que sabría reconocerla en
cualquier tiempo si la oyera de nuevo. Intentó tararearla y una chispa lejana
se encendió en mi cerebro.
Imaginé que sería algo de
Bach y escuchamos todas sus cassettes durante horas -un fin de semana
completo, madrugadas incluídas- en un Hipermercado hasta que lo encontramos,
pero la cinta estaba estropeada y no les quedaba otra. De todas formas había
creído identificarla, seguro que era el aria de la Suite nº 3 en re mayor.
Decidí sorprenderla
regalándosela. Sólo hacía falta encontrarla. No fue fácil. Y tuvo que ser por
suerte y en su barrio de Triana. Así fue que di con ella, en la tienda de su
padre, dónde mejor si no?:
-Tiene cassettes de música
clásica?
Manuel no me contestaba,
atendía a otros clientes, me marginaba, luego lo comprendí, me vio seguro y no
quería preguntarme qué era eso que buscaba. Al fin dudó un momento. No dudaba
de que él lo tuviera, dudaba de lo que yo le pedía.
Se dio tiempo atendiendo a
otro cliente. De pronto me miró, radiante, recuperando el control.
-De Betoven y tó eso.
No preguntaba. Afirmaba.
Con convicción. No pude evitar la sonrisa al asentirle. Me guiñó un ojo de
complicidad y rogó con el gesto que esperara.
La
tienda de Manuel Montoya tenía de todo, desde alfileres hasta postales y
artículos de ferretería, pasando por música clásica si alguien quería comprarla.
Y todo ello en menos de 10 mts2. En la tierra del cante no podía faltar ningún
tipo de música.
Verdad es que habría sido más
fácil encontrar cualquiera de los cincuenta fandangos distintos de Huelva, o
alegrías o bulerías de Cai, malagueñas, granaínas, no digamos sevillanas, o
saetas, martinetes, peteneras o soleás. Pero esto de música clásica no parecía
fácil. Manuel había vaciado dos cajas completas de cartón -no se arredraba
cuando tenía que demostrar que tenía de todo lo que quisiera el cliente,
aunque éstos se agolparan ya hasta fuera de la puerta, su profesionalidad no le
dejaba percatarse o mostrar que se enterara-, mirando la cassettes una por una,
sin que al parecer encontrara ninguna de la música esa. El público comenzaba a
impacientarse y a mirarme con cierta hostilidad. Consciente de mi culpabilidad,
encendí un cigarrillo que llegué a consumir cuando él acababa con la tercera
caja. Le caían por las sienes gruesas gotas de sudor, negándose a aceptar que
en su negocio faltara lo que yo le había pedido. Parte del público,
ruidosamente ya malhumorado, cedían sus puestos a otros nuevos que llegaban.
Mas para él lo importante era atenderme, evidentemente cuestión de principio,
nobleza obliga, faltaría más.
Hasta que al fin la
encontró. Una. De toda la música clásica que ha creado el ser humano, él tenía
una cassette, seguro que era eso que yo le había pedido. Victorioso, se acercó
al mostrador donde dio una palmada, quedando una vieja y mohosa cajita de
plástico sobre la tabla del mostrador cuando ceremoniosamente levantó su
gruesa mano. Ahí la tenía. Cómo desengañarle? Y, orgulloso de haber encontrado
exactamente lo que yo le había pedido -pura rutina, entraba en lo normal de su
trabajo, qué me había creído?- pasó tranquilamente de mí para reanudar su atención
al resto del personal.
Ya sé que no es creíble,
pero qué puedo hacer yo? La tapa de la cinta rezaba: "J.S.Bach, Tocata y
Fuga, Concierto nº 2 de Brandenburgo, Suite nº 3 en Re Mayor!!!", allí
estaba el Aria, lo que yo buscaba, precisamente lo que yo buscaba. (No le he
puesto signo de admiración "!" porque lo pensé en voz baja.)
Intuí que el esfuerzo
demostrado y el éxito contundente era suficiente pago y que no querría
cobrármela. "Ochocientas", me dijo.
Le di mil. Me volví para
marcharme pero me sujetó del brazo al tiempo que me devolvía las doscientas.
El negocio es el negocio.
-Te gustará, ya verás, aquí
todo es de calidad. Si quieres más vuelve mañana que seguro que me llegará una
caja completa de música de ésa que tengo ya pedida hace más de una semana.
Volví a casa más contento
que unas castañuelas, tarareándola en do mayor: míiii..., mi la fa re do si,
do si la sol, soooool...., fa mi faaa..", a pesar de que Bach la escribió
erróneamente para cuerda cuando lo suyo hubiera sido para órgano. La forma de
comprarla había sido la apropiada, con el titánico esfuerzo de todo un profesional.
Nada más llegar a casa
coloqué la cinta. Los acordes salieron gozosos por la ventana hacia los aires
de la calle:
-Mirando al mar soñéeee...,
que estabas junto a míiii...
Manuel había metido la
cinta que le pareció más adecuada al título que figuraba en la caja de
plástico de la cassette.
En su descargo diré que,
sin decirle nada, le encargué la cinta correcta y en pocos días él me la consiguió.
* * *
En Triana hay pizzerías,
dónde no!, una de ellas se llamaba Rafaello y otra Fornarina. No sé si el
dueño de la Fornarina era el mismo que el de otra cuyo nombre era el Trastévere
-nada que objetar, pues las de más allá del río en Sevilla serían las del Trasbétere-.
Cierta noche compré una pizza en Rafaello y otra en la Fornarina, la hija del
panadero que era amada del pintor, y noté que la primera suspiraba por la masa
y mozarella de la otra. Aún calientes, las fundí, espachurrándolas, y al
separarlas pude comprobar con el mayor de los asombros que la masa, el tomate,
el champignon, formaban un dibujo de cara de doncella que reconocí inmediatamente.
Até la pizza con cuerdas
que llené de nudos para evitar que se fuera, que quedara unida a mí aunque no
quisiera, y luego, ante la duda, la asesiné (sólo con el pensamiento, pero yo
la asesiné, era la primera vez que lo hacía, luego vendrían otras). No quise
convertirla en un acerico donde clavar todo tipo de alfileres porque el vudú
me parece una pasada (por miedo a que fuera eficaz y pudiera desfigurar su
rostro, desfigurarlo? estaba en mi mano, bastaba con estirar la mozarella...)
y por fín la deglutí con devoción, de un bocado, como si fuera un tótem, para
hacerla toda mía, sólo mía.
* * *
Marga la llamaban y era
hermana de Triana, por eso me lo sé yo. Viva, dicharachera, despierta como
un buho, cariñosa, demasiado cariñosa, como ahora se verá, dócil con su
familia, generosa con sus amigos, todos, todos la querían. Y de pronto se marchó.
Se fue de casa. Y de Triana, y de Sevilla, y probablemente también de Andalucía,
nadie sabe dónde está. No lo saben ni siquiera Fernando, Miguel, Rafa y Pepín,
sus mejores amigos.
Se conocían desde pequeños
y la peña, con el tiempo, en vez de erosionarse había cobrado vida y echado
raíces. Marga gustó siempre de amigos más que de amigas y con aquellos cuatro
era como uno más. Lo cual no significa, todo lo contrario, que fuera un marimacho,
más bien su contrapunto. Marga era algo gitana -natural, como su hermana-,
morenaza, dulce, atractiva, y con el tiempo se hizo más que deseable.
Los cinco compartieron
juegos, tebeos, meriendas, exámenes, enfados y los mejores momentos. La
información corría entre ellos a la velocidad de la luz. Nada bueno podía
ocurrirle a cualquiera de los cinco que al momento no fuera transmitido para
la satisfacción del grupo y de cada uno. Crecieron y cambiaron los vestidos,
las costumbres, los horarios, pero todo seguía igual dentro de aquella peña
de granito.
Se hicieron mayores, muy
mayores, por lo menos 16, y Fernando se puso hecho un Adonis musculoso y a
Marga se le iban los ojillos detrás de él. De Miguel nadie supo nunca mucho,
quizás ni siquiera él. Pepín había quedado huérfano, y estuvo un año entero
enfermo sin saber muy bien de qué. Marga lo cuidaba y aquello fue el motivo de
que perdiera el curso, lo que sus padres achacaron a la edad. Rafa bebía, también
Marga cuando le acompañaba, porque es que el cabrón tenía una gracia...
Hasta que un día, sin que
nadie supiera por qué, los cuatro le hicieron a Marga el vacío. La esquivaban.
Si ella llegaba, se iban. Si ella les esperaba, no llegaban. Si llegaban, se
escurrían. Y Marga se sintió marginada con ellos y marcada frente a los demás.
Y por eso se fué, porque tuvo que irse.
Los cuatro siguieron
gozando del aprecio y respeto del barrio, uno por uno y como grupo. Todo el
mundo hablaba de ellos con admiración y envidia. Los cuatro se vestían de azul
en las fiestas señaladas, orgullosos de sí mismos y durmiendo todos bien.
Pero yo sé por qué ella se
marchó, por qué la echaron a patadas, de su barrio, de su tierra, sin que
nadie haya sabido todavía, ni sus padres siquiera, dónde pudo haberse ido. Es
posible que ni siquiera los cuatro amigos comprendieran el motivo de su huida.
Yo, sí: los cuatro la despreciaron porque se habían acostado con ella.
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