domingo, 18 de noviembre de 2018

1639 (D 18/11/18) Tres relatos

(Extraídos de mi novela 365 días con Triana)

A Triana, que era hija de su tiempo y de su gene­ra­ción, le gustaba la música ruidosa, alborotada, bullanguera y al máximo volumen, con ritmos es­tridentes como luego sería el bacalao. De aquí mi sorpresa cuando el día que vino de una boda me contó que se le había puesto la carne de gallina oyendo una melodía en el órgano de la iglesia. Ase­guraba que jamás podría olvidarla y que sabría reco­no­cerla en cualquier tiempo si la oyera de nuevo. Intentó tararearla y una chispa lejana se encendió en mi cerebro.
     Imaginé que sería algo de Bach y escuchamos todas sus cassettes du­rante horas -un fin de semana completo, madru­ga­das incluídas- en un Hipermerca­do hasta que lo encon­tramos, pero la cinta estaba es­tropea­da y no les queda­ba otra. De todas formas había creído identificarla, seguro que era el aria de la Suite nº 3 en re mayor.
    Decidí sorprenderla regalándosela. Sólo hacía falta encon­trarla. No fue fácil. Y tuvo que ser por suerte y en su barrio de Triana. Así fue que di con ella, en la tienda de su padre, dónde mejor si no?:
      -Tiene cassettes de música clásica?
    Manuel no me contestaba, atendía a otros clientes, me marginaba, luego lo comprendí, me vio seguro y no quería preguntarme qué era eso que buscaba. Al fin dudó un momento. No dudaba de que él lo tuvie­ra, dudaba de lo que yo le pedía.
    Se dio tiempo aten­diendo a otro cliente. De pronto me miró, radiante, recupe­rando el con­trol.
       -De Betoven y tó eso.
     No preguntaba. Afirmaba. Con convicción. No pude evitar la sonrisa al asentirle. Me guiñó un ojo de complicidad y rogó con el gesto que esperara.
        La tienda de Manuel Montoya tenía de todo, desde alfileres hasta postales y artículos de ferretería, pasan­do por música clásica si alguien quería com­prarla. Y todo ello en menos de 10 mts2. En la tierra del cante no podía faltar ningún tipo de música.
      Verdad es que habría sido más fácil encontrar cual­quiera de los cincuenta fandangos distintos de Huelva, o alegrías o bulerías de Cai, malagueñas, granaínas, no diga­mos sevillanas, o saetas, martine­tes, peteneras o soleás. Pero esto de música clásica no parecía fácil. Manuel había vaciado dos cajas completas de cartón -no se arredraba cuando tenía que demostrar que tenía de todo lo que qui­siera el cliente, aunque éstos se agolparan ya hasta fuera de la puerta, su profesionalidad no le dejaba percatarse o mostrar que se enterara-, mirando la cassettes una por una, sin que al parecer encontrara ninguna de la música esa. El público comenzaba a impacientarse y a mirarme con cierta hostilidad. Consciente de mi culpabilidad, encendí un cigarrillo que llegué a con­sumir cuando él acababa con la tercera caja. Le caían por las sienes gruesas gotas de su­dor, negándose a aceptar que en su negocio faltara lo que yo le había pedido. Parte del público, ruidosamente ya malhumo­rado, cedían sus puestos a otros nuevos que lle­gaban. Mas para él lo importante era atenderme, evidente­mente cuestión de principio, nobleza obliga, faltaría más.
      Hasta que al fin la encontró. Una. De toda la música clásica que ha creado el ser humano, él tenía una cassette, seguro que era eso que yo le había pedido. Victorioso, se acercó al mostrador donde dio una palmada, quedando una vieja y mohosa cajita de plástico sobre la tabla del mostra­dor cuando ceremo­niosamente levantó su gruesa mano. Ahí la tenía. Cómo desengañarle? Y, orgulloso de haber en­contra­do exactamente lo que yo le había pedido -pura ruti­na, entraba en lo normal de su trabajo, qué me había creí­do?- pasó tranquilamente de mí para reanudar su aten­ción al resto del personal.
        Ya sé que no es creíble, pero qué puedo hacer yo? La tapa de la cinta rezaba: "J.S.Bach, Tocata y Fuga, Con­cierto nº 2 de Brandenburgo, Suite nº 3 en Re Mayor!!!", allí estaba el Aria, lo que yo buscaba, precisamente lo que yo buscaba. (No le he puesto signo de admiración "!" porque lo pensé en voz baja.)
      Intuí que el esfuerzo demostrado y el éxito contun­dente era suficiente pago y que no querría cobrármela. "Ochocientas", me dijo.
        Le di mil. Me volví para marcharme pero me sujetó del brazo al tiempo que me devolvía las dos­cien­tas. El negocio es el negocio.
      -Te gustará, ya verás, aquí todo es de calidad. Si quieres más vuelve mañana que seguro que me llega­rá una caja completa de música de ésa que tengo ya pedida hace más de una semana.
      Volví a casa más contento que unas castañuelas, tarareán­do­la en do mayor: míiii..., mi la fa re do si, do si la sol, soooool...., fa mi faaa..", a pesar de que Bach la escri­bió erróneamente para cuerda cuando lo suyo hubiera sido para órgano. La forma de com­prarla había sido la apro­piada, con el titánico esfuerzo de todo un profe­sional.
    Nada más llegar a casa coloqué la cinta. Los acordes salie­ron gozosos por la ventana hacia los aires de la calle:
     -Mirando al mar soñéeee...,
     que estabas junto a mí­iii...
     Manuel había metido la cinta que le pareció más ade­cuada al título que figuraba en la caja de plástico de la cassette.
    En su descar­go diré que, sin decirle nada, le encargué la cinta correcta y en pocos días él me la consi­guió.
*   *   *
       En Triana hay pizzerías, dónde no!, una de ellas se llamaba Rafae­llo y otra Forna­rina. No sé si el dueño de la Fornari­na era el mismo que el de otra cuyo nombre era el Trasté­ve­re -nada que objetar, pues las de más allá del río en Sevilla serían las del Tras­bétere-. Cierta noche compré una pizza en Rafae­llo y otra en la Fornarina, la hija del panadero que era amada del pintor, y noté que la primera suspiraba por la masa y mozare­lla de la otra. Aún calientes, las fundí, espa­chu­rrándolas, y al separarlas pude com­probar con el mayor de los asom­bros que la masa, el toma­te, el champignon, forma­ban un dibujo de cara de doncella que reconocí inme­diata­mente.
     Até la pizza con cuerdas que llené de nudos para evitar que se fuera, que quedara unida a mí aunque no quisiera, y luego, ante la duda, la asesi­né (sólo con el pensamiento, pero yo la asesiné, era la primera vez que lo hacía, luego vendrían otras). No quise conver­tirla en un acerico donde clavar todo tipo de alfileres porque el vudú me parece una pasa­da (por miedo a que fuera eficaz y pudiera desfigurar su rostro, desfi­gu­rarlo? estaba en mi mano, bastaba con estirar la mozarella...) y por fín la deglutí con devo­ción, de un bocado, como si fuera un tótem, para hacerla toda mía, sólo mía.
*   *   *
        Marga la llamaban y era hermana de Triana, por eso me lo sé yo. Viva, dicha­ra­chera, des­pierta como un buho, cariño­sa, demasiado cariñosa, como ahora se verá, dócil con su familia, generosa con sus ami­gos, todos, todos la que­rían. Y de pronto se mar­chó. Se fue de casa. Y de Triana, y de Sevi­lla, y proba­ble­mente también de Andalu­cía, nadie sabe dónde está. No lo saben ni siquiera Fer­nando, Miguel, Rafa y Pepín, sus mejores amigos.
      Se conocían desde pequeños y la peña, con el tiempo, en vez de ero­sio­narse había cobrado vida y echado raíces. Marga gustó siem­pre de amigos más que de amigas y con aquellos cuatro era como uno más. Lo cual no significa, todo lo contrario, que fuera un mari­macho, más bien su contrapunto. Marga era algo gitana -natural, como su her­mana-, morena­za, dulce, atrac­tiva, y con el tiempo se hizo más que deseable.
      Los cinco compartieron juegos, tebeos, merien­das, exámenes, enfa­dos y los mejores momentos. La informa­ción corría entre ellos a la velocidad de la luz. Nada bueno podía ocurrirle a cual­quiera de los cinco que al momento no fuera transmitido para la sa­tisfac­ción del grupo y de cada uno. Crecieron y cambiaron los vesti­dos, las costum­bres, los hora­rios, pero todo seguía igual dentro de aquella peña de granito.
     Se hicieron mayores, muy mayores, por lo me­nos 16, y Fernando se puso hecho un Adonis muscu­loso y a Marga se le iban los ojillos detrás de él. De Miguel nadie supo nunca mucho, quizás ni siquiera él. Pepín había que­dado huérfa­no, y estuvo un año entero enfermo sin saber muy bien de qué. Marga lo cuidaba y aquello fue el moti­vo de que perdiera el curso, lo que sus padres achacaron a la edad. Rafa bebía, tam­bién Marga cuando le acompa­ñaba, porque es que el cabrón tenía una gracia...
     Hasta que un día, sin que nadie supiera por qué, los cuatro le hicieron a Marga el vacío. La esquiva­ban. Si ella llegaba, se iban. Si ella les esperaba, no llegaban. Si llega­ban, se escurrían. Y Marga se sintió marginada con ellos y marcada frente a los de­más. Y por eso se fué, porque tuvo que irse.
       Los cuatro siguieron gozando del aprecio y respeto del barrio, uno por uno y como grupo. Todo el mundo hablaba de ellos con admira­ción y envidia. Los cuatro se vestían de azul en las fiestas señala­das, orgullosos de sí mismos y dur­miendo todos bien.
      Pero yo sé por qué ella se marchó, por qué la echa­ron a patadas, de su barrio, de su tierra, sin que nadie haya sabido todavía, ni sus padres siquiera, dónde pudo haberse ido. Es posi­ble que ni siquiera los cuatro amigos comprendieran el moti­vo de su huida. Yo, sí: los cuatro la despreciaron por­que se habían acostado con ella.

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