En
los dos años que viví en Montreal iba caminando al cine una noche cada semana,
o casi cada semana, atravesando un barrio cercano a la Universidad donde según
la prensa diaria tenía lugar algún accidente o atraco cada pocos días, digamos
cada dos semanas. Jamás en los dos años me ocurrió nada ni tampoco vi nada. Pero
de Montreal se decía que era como el Chicago de los años 30 en los 60. Cuando
la violencia de ETA fue más intensa, según podíamos leer o ver en los medios,
los residentes en Euskadi nos aseguraban que ellos no sentían esa violencia, a
no ser que fueran familiares de las víctimas. Y todos lamentábamos la tensión
en la que tendrían que vivir los vascos esos días. Mentían los medios? No.
Bueno, algunos, sí. Pero transmitían una realidad que no se compadecía con la realidad misma.
Ya lo
dijo Jesús Ferrero: “las imágenes de un atentado no nos pueden hipnotizar, lo
que nos hipnotiza es la narración”. Así que no es la realidad la que nos
hipnotiza, la que nos abduce. Lo que nos hipnotiza y abduce es el relato de la
realidad. Vale, me lo quedo.
No es
que los medios mientan. Que también. Es que lo que cuentan como realidad en
realidad no tiene mucho que ver con la realidad, y vale la redundancia. Y crean
la alarma que es lo que les da de comer. Los medios necesitan del
sensacionalismo para sobrevivir, de donde que el alarmismo forme parte de su
propia naturaleza.
La
realidad contada es, pues, siempre ficción. Por muy fiel que sea, o pretenda
ser, a la propia realidad objeto de su relato. Imaginemos un docudrama que
graba las imágenes de la realidad tal cual. Como el resultado es tedioso, por
los muchos tiempos muertos que acarrea, recortamos los planos grabados para “montarlos”
al ritmo adecuado. El resultado es una relato dinámico que, siendo totalmente
fiel a la realidad, produce unas emociones que la realidad no podría ni soñar.
Es la diferencia entre lo que podríamos llamar “tiempo de cine” y el “tiempo
real”. Y el resultado son dos realidades distintas.
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