Somos animales gregarios. Y sin el grupo al que
pertenecemos no seríamos ni siquiera nosotros mismos. Pero, a su vez, nuestra
consciencia de individualidad nos provoca un rechazo del mismo grupo que
necesitamos para desarrollarnos tanto como para sobrevivir. Todo lo que sea
ajeno al grupo resulta hostil, y la hostilidad refuerza nuestros sentimientos
de grupo y de solidaridad, i.e., de cohesión. Sirvan estos prolegómenos para
justificar, o al menos explicar, el sentimiento de aversión que nos produce la presencia
de otros individuos ajenos a nuestros grupos, la xenofobia.
Y esa aversión la
utilizan los xenófobos políticos para echarle carnaza a los bajos instintos que
se traducen en votos en las urnas en tiempos de elecciones (con argumentos tan
falsos como la pretendida delincuencia, o que nos roben los puestos de trabajo...).
Aunque el uso de esta fobia para fortalecer un grupo demuestra que el tal grupo
es débil en su cohesión y necesita de esas vitaminas, o las que sean, para aglutinarse.
La violencia contra los extranjeros es propia de grupos radicales de extrema derecha.
Incluso nos serviría para calificar así a los que practican la xenofobia como
arma electoral por más que ellos se declaren moderados (por ejemplo el partido
PP de Badalona, con el sr. Albiol a la cabeza).
Pero,
como todos los asuntos humanos, este tema es ambiguo. Y contradictorio. Porque resulta
que la evolución y desarrollo de las culturas humanas se apoya y refuerza con
la difusión (multi)cultural, sin cuyos conflictos podríamos quedarnos
estancados. Y no es menos importante la aportación de los inmigrantes que
dinamizan la sociedad en la que se integran. No en vano emigran los más aptos,
los más valientes y generosos, por más que destaquen los delincuentes.
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