Si desde un puesto de observación marcamos
el punto por donde el sol se pone en el horizonte el 21 de junio y por donde lo
hace el 21 de diciembre, tendremos una distancia bastante amplia para poder
dividirla en dos, cuatro, doce… partes que podremos identificar con dos semestres,
cuatro trimestres o doce meses al año. Tan sencillo como esto, y cuando lo
hicimos inventamos el calendario, un tiempo medido en un espacio. Y con el calendario
comenzamos a dominar la Naturaleza, para defendernos de ella prediciendo las
estaciones y reduciendo sorpresas desagradables.
A medida que el sol acercaba sus ocasos al sudoeste disminuían las horas
de luz diurna y bajaban las temperaturas. En la fecha del solsticio de
invierno, 21 de diciembre, ese punto llegaba a su extremo y a partir de ahí
retrocedía a su ocaso en el solsticio del verano. El pánico que pudiera
infundir la idea de que el ocaso del sol en el invierno siguiera bajando hacia
el sur, con la consiguiente noche eterna, lo superamos mediante rituales con
los cuales “obligábamos” al sol a iniciar su camino de vuelta por la línea del
horizonte, y con ello recuperar las horas de luz y más altas temperaturas.
Ese terror de la muerte de la naturaleza lo
conjurábamos con rituales que hicieran que el sol recuperara su energía en su retorno
hacia el solsticio del estío. Tales ritos fueron universales y variaban desde carreras y bailes con antorchas hasta hogueras alrededor de las cuales
giraban los rebaños o aros de fuego cayendo por las laderas de los montes en dirección
al punto del verano.
Con la llegada de los indoeuropeos
en el año 1200 adne. se impuso el calendario solar más preciso que el lunar, se
realizaron sacrificios solares y se rindió culto al sol para propiciar su
energía. Ya dos siglos antes Akenatón había proclamado en Egipto la excelencia
del sol por encima de los demás dioses, lo cual llevó consigo Moisés en su
éxodo con el pueblo judío. Nada de extraño, pues, en que la nueva cultura
cristiana asimilara su dios al dios-Sol y le atribuyera tanto sus dones
demiúrgicos como sus fechas, haciéndole nacer un 24 de diciembre.
Publica hoy Irene Vallejo en El Heraldo de Aragón una columna sobre la “magia
simpática” (provocando un efecto por asociación a lo que se representa en los
rituales) que no puedo por menos de elogiar salvo en un punto: que tales
ceremonias no eran un canto de esperanza
de renacimiento del sol sino una orden terminante
conminando a la naturaleza a comportarse de un modo determinado, conforme a
nuestros intereses. Es por eso que decimos, con razón, que la magia de nuestros
ancestros fue la base de la ciencia de nuestros tiempos. Con ella reforzamos
nuestra autoestima y pudimos predecir y protegernos de desastres naturales, nada
que ver con su uso bastardo en las supersticiones actuales que van desde el
tarot a las confluencias de los astros pasando por energías y esoterismos que nos
degradan tanto como nos dignificaron en los viejos tiempos.
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