En un mundo como el nuestro de hoy día en
que la racionalidad sustituye a la superstición (o debería substituirla) y la
ciencia a las prácticas mágicas, sorprende la intensidad con que las ciencias
naturales, o sociales, intentan emular a las ciencias físicas, o exactas. Estas
pueden realizar predicciones que inevitablemente se han de cumplir, desde las
sumas de números a los eclipses, pasando por la ley de gravedad, lo cual las
hace respetables, creíbles y dignas de financiación pública. Las ciencias
sociales, sin embargo, tales como la
sociología, la psicología, la economía, y hasta la medicina, al tener como
objeto al ser humano, cuya libertad lo hace impredecible, se debaten en
hipótesis siempre mejorables en busca de leyes que no llegan a alcanzar, con el
riesgo incluso de intentar penosamente formular sus hipótesis mediante módulos
matemáticos que dejan al descubierto sus carencias. Así, a título de ejemplo, en un texto de Geografía Humana de
la carrera de Antropología de la UNED puede llegar a leerse: “el flujo de
personas, bienes, ideas e información entra ciudades es directamente
proporcional al producto de su población e inversamente proporcional a su
distancia”, en un torpe y patético reduccionismo, remedando burdamente la ley
de la gravitación universal. Como si el objeto de su estudio, el ser humano, no
fuera suficiente para sentirse dignas y gratificadas. (Además de intentar
inútilmente emular a las ciencias exactas creyendo que así incrementan su respetabilidad,
otro motivo de esta payasada es conseguir el reconocimiento y consiguiente
financiación pública para sus cuadros académicos y de investigación, pero esa
es otra historia.)
La
economía, pues, se formula con hipótesis que no son axiomáticas. Hay dos corrientes
principales que pugnan por ganar en credibilidad, tanto al diagnosticar los
mejores remedios como al pronosticar evoluciones futuras. Pues es principalmente
adivinando el futuro como esta ciencia se exhibe tan útil como necesaria. (Entre
los mánticos de nuestros abuelos, los augures
griegos y romanos vaticinaban el futuro interpretando el vuelo de las aves; los
arúspices, observando las entrañas de
animales, hieroscopia, especialmente
el hígado que es donde creían que se alojaba el alma; y los economistas de hoy se
enredan en los números, estadísticas y extrapolaciones, para adivinar el futuro, pues no en vano son los
teólogos del nuevo dios Dinero.) Aunque
a sensu contrario, si fallan en sus
vaticinios se exponen a la mofa y a una grave falta de credibilidad. Estas dos
corrientes son:
- una, la neoliberal de Friedman y de los
economistas del ala conservadora, que dicen originarse en Adam Smith, que propugnan
la inhibición de cualquier intervención pública y el autogobierno de un mercado
totalmente auto-regulado, que permiten al sector financiero que se desligue de
los sectores productivos, que rinden culto al tabú de la inflación (es su miedo
a la inflación lo que más debe asustarnos) y que imponen la austeridad
presupuestaria aunque ésta provoque una fuerte desigualdad económica y social (o
quizás precisamente para provocarla);
-
la otra, la intervencionista de Keynes, Stiglitz o Krugman, que aconseja las inversiones
públicas en políticas expansivas que ayuden a la creación de empleo y al crecimiento
económico, que propugna la regulación de los salarios mínimos que evitan que
caiga el consumo y la demanda, y que rechaza la desigualdad.
Independientemente
de cuáles sean las causas culpables de la crisis económica que padecemos, no
cabe duda de que la absurda política austérica que han impuesto el Bundesbank y
la UE ha intensificado la propia crisis y ha impedido su recuperación, están
causando un daño generacional que será difícil de restaurar y ha dado un poder
excesivo a las elites económicas y a las financieras.
La
experiencia ha demostrado fehacientemente que son reaccionarios los dogmas de que
los mercados se autocorrigen o de que los beneficios empresariales son los que
crean empleo, cuando en realidad sólo crean riqueza en los bolsillos de los
dueños del capital, pero los economistas conservadores no acaban de aceptar la realidad,
lo que demuestra la grave contaminación que los prejuicios ideológicos inyectan
en las doctrinas neoliberales cuyos economistas podrán tildarse de todo menos
de científicos. No es, pues, extraño que hayan perdido su credibilidad. Y
consiguientemente, su respetabilidad.
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