Keynes y el euro
(“El
plan Keynes y la eurozona”, de Fernando Esteve Mora, profesor
titular de Teoría Económica de la Universidad Autónoma de Madrid. Texto
reproducido de El País del 17 de mayo
de 2013. “Castigar a los países deudores contrae la actividad económica a nivel
global”)
En el pésimo diseño del sistema
euro no hay alternativa real a los países deudores fuera de la austeridad y de
la devaluación interna como única esperanza de que, vía el crecimiento de sus
exportaciones, se compensen en algo los efectos recesivos de esas políticas.
Keynes, si resucitase, tendría
algo que decir. Algo que estaría en consonancia con su propuesta en la
conferencia de Bretton Woods de 1944 para diseñar un sistema monetario
internacional que sortease los problemas a los que había conducido el sistema
previo, basado en el patrón oro, en un contexto de depresión económica.
En su plan, dicho de modo
simplificado, Keynes proponía la creación de una nueva moneda internacional, el
bancor, moneda que sería usada para
ajustar las transacciones financieras internacionales en el marco de una nueva
institución supranacional, la International Clearing Union (ICU), que actuaría
como cámara de compensación. Cada país tendría abierta una cuenta en la ICU en bancores para ajustar sus pagos
internacionales, de modo que cada bien exportado añadiría bancores a esa cuenta por su valor y cada bien importado restaría.
Si como consecuencia de sus relaciones económicas internacionales, la necesidad
de bancores de un país superaba esa
dotación —es decir, cuando ese país tuviera un déficit exterior— se vería
entonces obligado a solicitar de la ICU una financiación adicional para
responder a sus obligaciones, y por la que debería pagar intereses. En
consecuencia, los países en déficit tendrían un claro incentivo en reducirlo
buscando los mecanismos para incrementar sus exportaciones. También podían reducir sus déficits de otra
manera: disminuyendo sus importaciones vía planes de ajuste internos que
contrajesen sus economías. Pero esta vía no era deseable, pues reducía la
demanda hacia otros países, y, por tanto, los niveles de producción y empleo de
los mismos.
Y era aquí donde estaba la
clave del plan. Pues era el caso que Keynes incluía en el proceso de ajuste
también a los países acreedores: a los países con superávits externos continuos
(y que, por tanto, acumulaban bancores en
su cuenta en la ICU). Proponía para ello que se cargara un interés a los países
acreedores por sus excedentes en bancores
que superasen determinados niveles. En consecuencia, también los países
acreedores con excedentes comerciales estructurales tenían así un incentivo en
aumentar sus importaciones para reducir sus excedentes en bancores.
La revolucionaria propuesta de
Keynes partía del reconocimiento del hecho evidente de que, a nivel global, el
sistema de intercambios es un sistema cerrado, es decir, que el valor agregado de las importaciones de
todos los países es igual al valor agregado de las exportaciones de todos los
países. El corolario de este hecho es que tan desequilibrado está el país
que continuadamente sufre un déficit en su balanza comercial, que le hace
propenso a sufrir crisis de deuda, como el que permanentemente disfruta de un
superávit. Y, más aún, la solución de
esos desequilibrios externos estructurales debería ser consecuentemente cosa de
todos, pues tan problemático debería ser el superávit estructural de unos como
el déficit estructural de otros. No es posible, a nivel global, que haya
unos países con excedentes sin que haya necesariamente otros con déficit, ambas
cosas son las dos caras de la misma moneda. La exigencia de corrección
económica unilateral (o sea, que solo se ajustasen los países deudores) es, por
ello, económicamente absurda y lo es porque si solo se exige a los países
deudores unas políticas activas en pro del ajuste externo, ello contrae los intercambios
internacionales y la actividad económica a nivel global, obligando así a que
los países acreedores se ajusten también pasivamente.
Analizando el proceso de la
creación del nuevo orden monetario internacional desde la perspectiva de lo que
se discutió en Bretton Woods, el parecido con el euro es sorprendente: al igual
que de allí salió un orden monetario internacional que, a diferencia del
propuesto por Keynes, se acomodaba a los intereses de Estados Unidos, también
el proceso de construcción monetaria europea se ha diseñado al servicio del
país hegemónico en la eurozona: Alemania. Y, al igual que en Bretton Woods no
se hizo caso de la propuesta keynesiana de penalizar también los saldos
positivos en las cuentas exteriores de los países acreedores a la hora de
corregir de forma automática los desequilibrios dentro del sistema, tampoco
existe en la eurozona un mecanismo interno de corrección de los desequilibrios
financieros interiores que actúe a semejanza de como hubiese actuado la ICU que
propusiera Keynes, de forma que la corrección de los desequilibrios no suponga
la implementación de planes de ajuste recesivos en los países deudores.
Pero la lección de Keynes en
Bretton Woods sigue hoy tan vigente como en 1944. Los desequilibrios externos
son —como mínimo— cosa de dos, y su corrección ha de ser por tanto cosa de dos.
La crisis de la deuda en la zona euro no es sino la otra cara de los
continuados desequilibrios comerciales externos de cada país, pero internos a
la zona. La respuesta a la misma desde
las instituciones europeas hubiera horrorizado a Keynes, pues consiste en generalizar el malestar
económico y social en los países deudores sin ganancia clara para los
acreedores. En suma: un auténtico despropósito económico. Pero ¿quién
podría hacerles leer hoy a los dirigentes de la Unión Europea el plan pergeñado
en 1944 por Keynes por si hay en él ideas que permitan salir del actual
marasmo? Pues es el caso que la propuesta de creación de una cámara de
compensación interna en la eurozona, semejante a la ICU que propuso Keynes, que
“penalice” también a los países de la zona en superávit estructural, es
perfectamente factible y merecería ser considerada como alternativa a la
austeridad contractiva y el empobrecimiento consiguiente.
(Por mí parte quiero añadir que, con un
27% de parados, insistir en la política austérica no sólo es inútil torpe sino
también asesina)
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