La palabra “gracias” abunda, pulula, se cuela en todos los rincones.
Las gracias están incrustadas en la
tradición de los cristianos que las definen como “un favor o don gratuito
concedido por Dios para ayudar al hombre a salvarse o ser santo. Y recíprocamente
la “acción de gracias” era la ceremonia con que un grupo agradecía a su dios
por haberle dado una buena cosecha, una buena masacre, un buen botín de
esclavos, un monarca…, alguna de esas cosas que suelen dar los dioses.
En el origen decir gracias era
desear gracias: el que decía gracias estaba pidiendo al que las repartía que le
diera alguna por haberle ayudado. Sería, en última instancia, como decir “que Dios
te lo pague”, asumiendo que hay un Ser superior que las regala. En portugués el
sujeto agradece diciéndose “obrigado”, aceptando su propia obligación sin
esconderse detrás de ningún dios.
La palabra “gracias” viene a ser como un lubricante en las relaciones más o menos personales: si alguien te pasa un vaso y tú le dices ”gracias” ya no le debes nada. El problema es que suele sonar a falsa, hueca, pura formalidad. Se dice “gracias”por rutina, por “buena educación”, una palabra devaluada por su circulación obligatoria.
Gracias a Dios es una redundancia.
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