De
los mil norteamericanos que estudian en Sevilla, sopotocientos habitan en Triana.
Mis vecinas, Lucy, Therese y Elisabeth, cuando me invitan a comer siempre me
dan tarta de manzana con ensalada y leche. Ninguna se llama Nancy pero supongo
que las tres subirán a lo alto de la Giralda.
-Tú eres la de la izquierda de la
foto, Therese.
-No, mi estar la de arriba, estoy Elisabeth.
-Y el teléfono?
Ríen. Debe ser divertido estudiar castellano.
Pero el teléfono no me lo dan, prefieren verme. Lo que demuestra que son inteligentes,
sensibles, exquisitas.
Lucy te ve hasta los tuétanos
cuando te mira. Y si te acercas a ella, se protege detrás de unas gafas.
Therese cuando sonríe, se sale de su cuerpo. Y Elisabeth se queda absorta
cuando ve algo que la atrae. Yo, por ejemplo. Se ve que la fascino.
-What?
-Nada. Pensaba en voz alta.
-Tienes pilas en la nariz.
Eso era
lo que la tenía perpleja. Y me enseña su diccionario abierto por la “h”: hair.
Se ve que no tiene pelos en la lengua.
-Hair, pilos.
-Pelos.
-Pelos? Eso, pelos pelos.
La naif ingenuidad americana,
cuando se encarna en personajes inefables como mis tres amigas, alcanza cotas
de belleza inaprehensibles. Son seres de otra galaxia, no manchados por la
miseria humana, con la risa transparente -se pasan el día riendo, al menos cada
vez que me ven-, son inocentes. Me agradan mucho, sí, más de lo quisiera, pero
el estado de gracia en que flotan me impide desearles ningún mal, ni siquiera desearlas.
Son como un canto fresco en la mañana que me recuerdan, cada vez que las veo,
que aún queda gente sana en esta Tierra maldita que deja de serlo cuando la bendice
la presencia de estos ángeles.
Un vecino malaje me dio el
escopetazo:
-Americanas? Lucía, Isabel y Teresa
americanas? Esos nombres se los ponen para anunciarse en las columnas de
masajes. Aceptan tarjetas de crédito. Si ya las conoce media Sevilla! Y ahora, contigo, la otra mitad. Como el
periódico en que escribes no permite esos anuncios, te utilizan. Con nombres
extranjeros ligan más.
El gafe del vecino me informa que
su acento, yu nou, lo consiguieron trabajando de au pair en Inglaterra.
Ahora que recuerdo y ato cabos, cuando
les dije que escribo Lucy bromeó con que ya sólo me falta el arbolito y el
hijito. Fue entonces cuando Therese apostilló con la idea de “ayudarme”, sin
explicar bien a qué. ¡Qué estúpido he sido! No me extraña que se rían con
tantas ganas cada vez que me ven. O cuando me recuerdan que el ”pino” puede
crecer entre las piernas. Pero apañadas están, esta historia no se publicará.
Pero entonces ¿por qué se negaban a
darme su número de teléfono? Despechado, confuso, recabé información del
consulado americano. Para mi grata sorpresa, allí pude comprobar que el
infundio de mi vecino no era más que una calumnia y que mis ángeles amigas eran
norteamericanas y pertenecían a varias Universidades de los EE.UU. que tienen
programada a Sevilla como centro principal para perfeccionar sus estudios de
español.
El día que me topé con el canalla
-que había intentado en vano hacerlas suyas y por eso envidiaba mi relación con
ellas, relación que su escabrosa fantasía distorsionaba en sus húmedas noches
de insomnio, a buen seguro- me despaché a gusto.
-Psicópata, le grité. Eso es lo que
tú eres, un enfermo mental.
Y el tío va y me mira, así, de arriba
abajo, se sacude las solapas y se da media vuelta, no sin antes lamentarse:
-Lo siento, tío. Esperaba que
tuvieras más imaginación. Sólo quise ayudarte a contar una historia que valiera
la pena. ¿Qué gracia tiene ahora? Ya no vale la pena publicarla
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