A ese joven -marroquí? rumano?
afgano?- en todo caso de piel morena, malencarado, con los párpados hinchados y
sin lavarse que encontraba en todas partes, Juan Carlos decidió llamarle Noséqué
para no preguntarle por su nombre. De ese modo evitaba que el otro le hiciera preguntas
personales. Porque le estaba ya hartando oírle siempre lo mismo: “Hola, chico,
estás bien?” para iniciar una conversación que nunca habría pasado de esas
cinco palabras, y aun esas cinco, ininteligibles: “ho chec ests ben?”. En todo
caso parecía inofensivo, pobre hombre, incluso podría decirse que “buena gente”.
Y además solitario, nunca le vio en cuadrilla.
Los primeros signos de paranoia le
sobrevinieron cuando después de cruzarse con él en los alrededores de su casa,
volvió a verle paseando al otro lado del río, y otro día en el asiento del bar que
había justo detrás del que él ocupaba para tomar el café de las 7 de la mañana.
Y así llevaba ya más de dos meses, cruzándose con él hasta dos o
tres veces por semana. Y eso no podía ser casual. Parecía estarle esperando allí
sentado, en la sucia escalerilla del callejón del Muladar.
Como no podía ser de otra manera
llegó el momento de la petición de una moneda de 10 cm, nueva frase que probablemente
acababa de aprender y estaría practicando para ampliar su vocabulario. La
negativa de Juan Carlos fue afable pero rotunda, para evitar que, si accediera a dárselo, al
día siguiente repitiera la misma petición, pero con mayor exigencia, hasta que
un día le amenazara con algo si no se la daba. ¿Cómo podría explicarle que
aceptaba y aplaudía su decisión de ser libre, sin jefe ni horario, aunque ello
implicara dormir en invierno a la intemperie, pero que este beneficio tenía un
coste, el de trabajar por cuenta ajena para pagarte un techo y un lecho, y
que no era justo que este coste fuera a cargo de los demás? Si quieres ser
libre, como lo has decidido, vale, pero no mendigues que te alimenten los demás
que tú desprecias. Aparte de que hay comedores municipales donde bla bla bla, bla
bla bla.
Y así adoptaron la costumbre de uno
pedir y el otro rechazar, pero negándose sin decirlo expresamente, sólo agachando Juan Carlos la cabeza, encogiéndose de hombros, medio sonriendo, y con la mano extendida en son de paz y como pidiendo
disculpas, sin más.
Para demostrarle que no le importaba
ayudarle, pero solo puntualmente, y espontáneamente, nunca si se lo pedía, y en casos
realmente necesarios, un día que llovía y le vio sentado en la escalerilla de
su casa, Juan Carlos le dijo que esperara y volvió para ir a buscar un paraguas
que le regaló. Al día siguiente se lo había pulido, para desayunarse esta vez
con vino en lugar de la cerveza de las 7.
-Ha subido de ranking. Ha pasado de
la cerveza al vino. Y además me lo pide en copa. Dentro de poco me pedirá
carajillo…, o whisky.
Por fin Noséquién se atrevió a pedirle de
nuevo los 10 cm pero ya sin remilgos, con determinación. Con la misma determinación
con que Juan Carlos se expresó cuando le gritó: No!!! Y sin más, se dio media vuelta
y lo dejó.
Hacía tiempo que no sabíamos nada
de Juan Carlos. Hasta que apareció su cadáver, sin documentación, en el río, recostado
en un recodo, donde llevaba ya tres días, según el médico forense. Ni la
policía ni nadie sabe explicarse todavía por quién ni por qué fue.
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