Hasta
aquí la noticia. Ahora veamos el comentario de J.J. Millás en su artículo “El Orden”:
Imagínate
que tu trabajo es ese: torturar. Que cada mañana, en vez de acudir a la
oficina, al despacho, a la fábrica, fichas en una cárcel secreta, donde te
espera un individuo encadenado al que ya zumbaste ayer de lo lindo. Quizá
hiciste algunas horas extra para llegar a casa cuando los niños estuvieran
dormidos o porque te has vuelto un alcohólico del trabajo desde que te han
confiado esta responsabilidad. Luego ocurre otra cosa, y es que los días que
torturas hasta tarde vuelves al hogar con más ganas de sexo que nunca. Tu mujer
te pregunta entre risas qué rayos te dan en la CIA, porque habría que
comercializarlo.
Pues
eso, que cuelgas la chaqueta de un clavo que hay en la pared desnuda, con
manchas de sangre, y te vuelves hacia el tipo encadenado, desnudo, esquelético,
que quizá se ha meado y se ha cagado encima durante la noche. Tiene un ojo
enterrado en un amasijo de carne sonrosada y el otro es apenas una rendija en
cuyos bordes se entretiene una mosca. Sus testículos parecen dos balones de
fútbol y babea una mezcla de sangre y de saliva entre los tres o cuatro dientes
que han sobrevivido a la última paliza. Quizá le ofrezcas un poco de agua, tal
vez una calada a ese cigarrillo cuya brasa apagarás luego en sus pezones.
Hablemos
de los prolegómenos porque tú eres un tipo que ama su trabajo y este hijo de
puta se merece un calentamiento previo. Te quitas la corbata, te remangas la
camisa. ¿Por qué parte del cuerpo empezamos? Tal vez se lo preguntes a él, como
si le estuvieras haciendo el amor, es posible que esa sea tu idea del amor.
Imagínate un trabajo así, con sus trienios y su Seguridad Social y con la
garantía del Estado, como la deuda pública. Y con la tranquilidad que da
contribuir al orden.
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