Héroes de la traición, Javier Cercas.
Entreteniendo a los comensales del foro
World in Progress (WIP) en Barcelona, Javier Cercas les expuso la siguiente reflexión
(resumen de su relato):
El golpe de Estado del 23 de febrero fue
el último golpe militar que padecimos en España y, de algún modo, constituye el
mito fundacional de la democracia española. Aquella tarde de febrero, se
produjo una escena que nos retrotraía a nuestro pasado más oscuro, un pasado de
violencia, de guerras civiles y dictaduras: mientras el Parlamento elegía al
segundo presidente del Gobierno democrático, irrumpió pegando tiros en el
hemiciclo un grupo de guardias civiles al mando de un oficial con un tremendo
mostachón y un tricornio, igual que un personaje recién salido de un poema de
García Lorca.
Aquella noche estaba yo viendo en la
televisión vez esas imágenes cuando me fijé en una cosa: tres de los
parlamentarios presentes en el hemiciclo desobedecían las órdenes de los
golpistas y no se arrojaban al suelo buscando refugio bajo sus escaños, como
hacían todos los demás: eran Adolfo Suárez, presidente del Gobierno saliente y
arquitecto de la Transición; el general Gutiérrez Mellado, vicepresidente del
Gobierno; y Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista.
Lo normal, cuando te disparan, es tirarte
al suelo; lo raro, lo extraordinario es lo que hicieron aquellos tres tipos: no
arrugarse, desobedecer a los golpistas, plantarles cara. Yo entonces me hice una
pregunta elemental: ¿por qué esos tres tipos hacen eso? ¿Y por qué lo hacen
precisamente ellos, tres hombres que durante la mayor parte de su vida no
habían creído en la democracia? Y, bueno, uno puede intuir casi en seguida por
qué lo hicieron el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo —el general
era un militar y no podía tolerar la insubordinación; Carrillo conocía la
guerra, era el demonio para los golpistas y sabía que iba ser el primero en
morir—, pero ¿por qué Adolfo Suárez, el hombre que ocupa el centro de la
imagen, solo e inmóvil en su escaño de presidente en medio de un desierto de
escaños vacíos, por qué había hecho aquello aquel hombre que, por lo demás, en
su época de gobernante no me había inspirado la menor simpatía?
Cuatro años después comprendí que aquel
instante fue un instante cebado de sentido, que en aquel instante —cuando tres
políticos que nunca habían creído en la democracia decidieron jugarse la vida
por la democracia— empezaba de verdad la democracia en España, que en aquel
instante terminaban la Transición y la dictadura, que en aquel instante
terminaba la Guerra Civil. También comprendí que aquellos tres hombres tan
diferentes estaban unidos por lazos personales estrechísimos, que existía una
complicidad estrechísima entre ellos, que los tres habían cargado con el peso
principal del cambio de la dictadura a la democracia y que los tres podían definirse
como héroes de la traición.
¿Qué es un héroe de la traición?
Estamos acostumbrados a pensar que la
lealtad es una virtud, y lo es; pero hay momentos en la vida de las personas, y
de las colectividades, en que es más valiente, más honorable y más virtuosa la
traición que la lealtad. El tránsito de la dictadura a la democracia en España
fue uno de esos momentos, y Suárez, Mellado y Carrillo encarnan ese tipo
de personas. El general Gutiérrez Mellado había hecho la guerra con Franco y
toda su carrera en el franquismo; pero, al llegar la Transición, bajo las
órdenes de Adolfo Suárez, cambió un ejército dictatorial por un ejército
democrático y se convirtió en el gran traidor para sus compañeros, que lo
odiaron encarnizadamente. Por su parte, Santiago Carrillo fue el gran traidor
de la izquierda, y para algunos lo sigue siendo: Carrillo no solo abandonó los
ideales del comunismo y la dictadura del proletariado; abandonó, sobre todo,
los símbolos republicanos y la ambición de la Tercera República, y aceptó la
monarquía, porque entendió —con razón, por cierto— que el dilema real no era
monarquía o república, sino dictadura o democracia. Y todo esto hay gente que a
Carrillo nunca se lo ha perdonado.
En cuanto a
Suárez, fue por supuesto el gran traidor, el mayor traidor de todos, porque
hizo posible la traición de los demás: cuando el Rey lo nombró presidente del
Gobierno, en julio de 1976, quienes celebraron su nombramiento no fueron los
demócratas españoles, sino los franquistas, los Guerrilleros de Cristo Rey, los
viejos falangistas que siempre lo habían considerado uno de los suyos y
pensaron que aquel camarada de toda la vida, aquel chico tan amable y
obsequioso con ellos, tan joven, tan seductor, tan dinámico, tan kennediano,
iba a asegurarles 10 o 20 o 30 años de franquismo sin Franco; pero, para
sorpresa de todos, en menos de un año fulgurante el antiguo falangista de
provincias disolvió las Cortes franquistas, legalizó los partidos políticos,
incluido el Partido Comunista, y convocó las primeras elecciones libres desde
la II República; dicho de otro modo: en menos de un año desmontó una dictadura
de cuatro décadas y puso los cimientos de la democracia. Y, como es natural,
los suyos nunca se lo perdonaron.
Eso es un
héroe de la traición: un político capaz de traicionar un pasado personal para
construir un futuro colectivo, capaz de traicionar un error para construir un
acierto, capaz de traicionar a los suyos para ser fiel a todos; y que, además,
paga un precio altísimo por hacerlo.
Existen hoy en España políticos
capaces de poner el interés general por encima del particular? Si existen,
¿quiénes son? Y, si no existen, ¿por qué no existen? Ahora mismo se dan circunstancias
que no favorecen en absoluto la aparición de esa clase de políticos, y no solo
en España. Mencionaré solamente dos de ellas: La primera es la propagación cancerígena
del cinismo en política, en parte resultado del descrédito universal de la
verdad, que acaso es uno de los rasgos fundamentales de nuestro tiempo: hoy la
mentira, al menos la mentira en política, no parece penalizar a quien la dice.
Pero, cuando la ética se desvincula por completo de la política y la política
se desentiende de la verdad y se legitiman el engaño, la mentira y las
tropelías que la mentira y el engaño conllevan, en ese momento empiezan a
disolverse los estímulos que invitan a un político a anteponer el bien común al
propio: hacer eso equivale a tomar una decisión éticamente superior, y es
imposible tomarla si quien la toma no está animado por un impulso ético.
La
segunda circunstancia es que el problema político esencial no son los
políticos, ni siquiera el sistema político; el problema esencial son los
partidos políticos. En España los partidos son organizaciones verticales, a
menudo patológicamente sectarias, rigurosamente cesaristas, más semejantes a
veces a clubs de fans del líder que a auténticos partidos políticos, organizaciones
donde se esconde o se maquilla o no se combate en serio la corrupción —un tanto
por ciento elevadísimo de la cual empieza o termina en los propios partidos—,
organizaciones donde no suele salir adelante el más capaz sino el más
obediente, por no decir el más servil, donde muchas veces se confunde la
lealtad con el vasallaje y donde todo discrepante corre el riesgo de ser
considerado un desleal o un felón. Sea como sea, se comprenderá que en estas
condiciones resulte muy difícil que se dediquen a la política los mejores, los
más capaces e idealistas, los más dispuestos a trabajar por el bien común y a
ponerlo, si es necesario, por encima del bien particular.
“¿Qué es
un hombre rebelde?”, se preguntaba Albert Camus. “Es un hombre que dice no”.
Pero no es un hombre que dice no a los otros, a sus adversarios: eso es muy
fácil, eso solo es una forma inversa de gregarismo; el hombre rebelde es quien
dice no a los suyos, como hicieron los tres protagonistas de este relato, los
tres héroes de la traición.


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