viernes, 7 de noviembre de 2025

2714 (V 7/11/2025) Héroes de la traición

 

Héroes de la traición, Javier Cercas.

Entreteniendo a los comensales del foro World in Progress (WIP) en Barcelona, Javier Cercas les expuso la siguiente reflexión (resumen de su relato):

           El golpe de Estado del 23 de febrero fue el último golpe militar que padecimos en España y, de algún modo, constituye el mito fundacional de la democracia española. Aquella tarde de febrero, se produjo una escena que nos retrotraía a nuestro pasado más oscuro, un pasado de violencia, de guerras civiles y dictaduras: mientras el Parlamento elegía al segundo presidente del Gobierno democrático, irrumpió pegando tiros en el hemiciclo un grupo de guardias civiles al mando de un oficial con un tremendo mostachón y un tricornio, igual que un personaje recién salido de un poema de García Lorca.
          Aquella noche estaba yo viendo en la televisión vez esas imágenes cuando me fijé en una cosa: tres de los parlamentarios presentes en el hemiciclo desobedecían las órdenes de los golpistas y no se arrojaban al suelo buscando refugio bajo sus escaños, como hacían todos los demás: eran Adolfo Suárez, presidente del Gobierno saliente y arquitecto de la Transición; el general Gutiérrez Mellado, vicepresidente del Gobierno; y Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista.
           Lo normal, cuando te disparan, es tirarte al suelo; lo raro, lo extraordinario es lo que hicieron aquellos tres tipos: no arrugarse, desobedecer a los golpistas, plantarles cara. Yo entonces me hice una pregunta elemental: ¿por qué esos tres tipos hacen eso? ¿Y por qué lo hacen precisamente ellos, tres hombres que durante la mayor parte de su vida no habían creído en la democracia? Y, bueno, uno puede intuir casi en seguida por qué lo hicieron el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo —el general era un militar y no podía tolerar la insubordinación; Carrillo conocía la guerra, era el demonio para los golpistas y sabía que iba ser el primero en morir—, pero ¿por qué Adolfo Suárez, el hombre que ocupa el centro de la imagen, solo e inmóvil en su escaño de presidente en medio de un desierto de escaños vacíos, por qué había hecho aquello aquel hombre que, por lo demás, en su época de gobernante no me había inspirado la menor simpatía?
           Cuatro años después comprendí que aquel instante fue un instante cebado de sentido, que en aquel instante —cuando tres políticos que nunca habían creído en la democracia decidieron jugarse la vida por la democracia— empezaba de verdad la democracia en España, que en aquel instante terminaban la Transición y la dictadura, que en aquel instante terminaba la Guerra Civil. También comprendí que aquellos tres hombres tan diferentes estaban unidos por lazos personales estrechísimos, que existía una complicidad estrechísima entre ellos, que los tres habían cargado con el peso principal del cambio de la dictadura a la democracia y que los tres podían definirse como héroes de la traición.
           ¿Qué es un héroe de la traición?
           Estamos acostumbrados a pensar que la lealtad es una virtud, y lo es; pero hay momentos en la vida de las personas, y de las colectividades, en que es más valiente, más honorable y más virtuosa la traición que la lealtad. El tránsito de la dictadura a la democracia en España fue uno de esos momentos, y Suárez, Mellado y Carrillo encarnan ese tipo de personas. El general Gutiérrez Mellado había hecho la guerra con Franco y toda su carrera en el franquismo; pero, al llegar la Transición, bajo las órdenes de Adolfo Suárez, cambió un ejército dictatorial por un ejército democrático y se convirtió en el gran traidor para sus compañeros, que lo odiaron encarnizadamente. Por su parte, Santiago Carrillo fue el gran traidor de la izquierda, y para algunos lo sigue siendo: Carrillo no solo abandonó los ideales del comunismo y la dictadura del proletariado; abandonó, sobre todo, los símbolos republicanos y la ambición de la Tercera República, y aceptó la monarquía, porque entendió —con razón, por cierto— que el dilema real no era monarquía o república, sino dictadura o democracia. Y todo esto hay gente que a Carrillo nunca se lo ha perdonado.
          En cuanto a Suárez, fue por supuesto el gran traidor, el mayor traidor de todos, porque hizo posible la traición de los demás: cuando el Rey lo nombró presidente del Gobierno, en julio de 1976, quienes celebraron su nombramiento no fueron los demócratas españoles, sino los franquistas, los Guerrilleros de Cristo Rey, los viejos falangistas que siempre lo habían considerado uno de los suyos y pensaron que aquel camarada de toda la vida, aquel chico tan amable y obsequioso con ellos, tan joven, tan seductor, tan dinámico, tan kennediano, iba a asegurarles 10 o 20 o 30 años de franquismo sin Franco; pero, para sorpresa de todos, en menos de un año fulgurante el antiguo falangista de provincias disolvió las Cortes franquistas, legalizó los partidos políticos, incluido el Partido Comunista, y convocó las primeras elecciones libres desde la II República; dicho de otro modo: en menos de un año desmontó una dictadura de cuatro décadas y puso los cimientos de la democracia. Y, como es natural, los suyos nunca se lo perdonaron.
            Eso es un héroe de la traición: un político capaz de traicionar un pasado personal para construir un futuro colectivo, capaz de traicionar un error para construir un acierto, capaz de traicionar a los suyos para ser fiel a todos; y que, además, paga un precio altísimo por hacerlo.

           Existen hoy en España políticos capaces de poner el interés general por encima del particular? Si existen, ¿quiénes son? Y, si no existen, ¿por qué no existen? Ahora mismo se dan circunstancias que no favorecen en absoluto la aparición de esa clase de políticos, y no solo en España. Mencionaré solamente dos de ellas:

                La primera es la propagación cancerígena del cinismo en política, en parte resultado del descrédito universal de la verdad, que acaso es uno de los rasgos fundamentales de nuestro tiempo: hoy la mentira, al menos la mentira en política, no parece penalizar a quien la dice. Pero, cuando la ética se desvincula por completo de la política y la política se desentiende de la verdad y se legitiman el engaño, la mentira y las tropelías que la mentira y el engaño conllevan, en ese momento empiezan a disolverse los estímulos que invitan a un político a anteponer el bien común al propio: hacer eso equivale a tomar una decisión éticamente superior, y es imposible tomarla si quien la toma no está animado por un impulso ético.
           La segunda circunstancia es que el problema político esencial no son los políticos, ni siquiera el sistema político; el problema esencial son los partidos políticos. En España los partidos son organizaciones verticales, a menudo patológicamente sectarias, rigurosamente cesaristas, más semejantes a veces a clubs de fans del líder que a auténticos partidos políticos, organizaciones donde se esconde o se maquilla o no se combate en serio la corrupción —un tanto por ciento elevadísimo de la cual empieza o termina en los propios partidos—, organizaciones donde no suele salir adelante el más capaz sino el más obediente, por no decir el más servil, donde muchas veces se confunde la lealtad con el vasallaje y donde todo discrepante corre el riesgo de ser considerado un desleal o un felón. Sea como sea, se comprenderá que en estas condiciones resulte muy difícil que se dediquen a la política los mejores, los más capaces e idealistas, los más dispuestos a trabajar por el bien común y a ponerlo, si es necesario, por encima del bien particular.
               “¿Qué es un hombre rebelde?”, se preguntaba Albert Camus. “Es un hombre que dice no”. Pero no es un hombre que dice no a los otros, a sus adversarios: eso es muy fácil, eso solo es una forma inversa de gregarismo; el hombre rebelde es quien dice no a los suyos, como hicieron los tres protagonistas de este relato, los tres héroes de la traición.

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