Lo habíamos planificado hasta el último detalle: cuatro lo llevaríamos atado y envuelto en una manta, para que no se agitara demasiado -estaba ya descomponiéndose- dentro del maletero. Otros dos -uno de ellos era una muchacha que conocía bien el lugar- nos esperaban en el límite con Córdoba para indicarnos el camino hacia el paraje elegido para meterlo bajo tierra.
Salimos de madrugada. La densa niebla que
cubría la carretera a Santiponce no había sido prevista en el programa y podía
provocar algún retraso, lo que nos puso algo nerviosos. Más aún nos agobió el
tener que volvernos, cuando ya habíamos recorrido más de 10 km, para aparcar
bien la furgo que habíamos dejado en doble fila en Sevilla, en Chapina, cuando por fin
decidimos ir los cuatro en un solo coche.
Para evitar incidencias con la policía
de tráfico nos apretamos bien los cinturones, incluso los dos del asiento
trasero. No hubo problemas, no encontramos ninguno en el camino. La verdad es
que no podemos quejarnos, todo saldría, como veremos, tal cual había sido minuciosamente
planeado. Y a pesar del frío postnavideño, la Naturaleza nos acogió con un
cálido abrazo cuando salió el sol y con él comenzaron los vuelos de los
pájaros. Debo aclarar que los seis éramos amantes del paisaje, ecologistas y
defensores de la biodiversidad.
De todas formas, es curioso el ser
humano. Lo llevábamos con nosotros, allí mismo, detrás, en el maletero, íbamos
a enterrarlo y en el camino nos pusimos a charlar de temas baladíes, ignorando
por completo su presencia.
Llegamos al lugar del encuentro con el
resto del equipo con veinte minutos de retraso. Los compañeros que nos
aguardaban, sin embargo, mostraron un buen humor e incluso nos
invitaron a un café.
Organizada la caravana de dos coches,
partimos hacia el objetivo que hasta entonces no nos había sido desvelado: el huerto
del convento de clausura de los Carmelitas del Tardón del Beato Juan de Avila
de San Calixto, en plena sierra norte de Sevilla. A pesar de lo singular de la
elección a nadie se nos ocurrió preguntar ni objetar nada al respecto. Y eso
que todos nos otorgamos capacidad de decisión, incluyendo el posible cambio de
emplazamiento si resultaba necesario.
El viaje resultó agradable, relajante
y lleno de buen humor. Recuerdo que atravesamos un coto privado de caza donde
pudimos ver gacelas que nos contemplaban desde unos riscos cercanos, perdices
que a nuestro paso se apartaban displicentemente, sin llegar a remontar el
vuelo, y pájaros azules que nos parecieron de buen agüero.
Llegamos al convento, pasada una aldea donde no vimos a nadie. Uno se quedó de
guardia a unos 100 m de la tapia para dar el queo de alarma si alguien se
acercaba. Dos nos quedamos a este lado del muro del jardín y tres lo saltaron
sin dificultad con el bulto y con el azadón. Abrieron el agujero en la tierra sin
ninguna incidencia, junto a la pila bautismal del huerto del convento, rodeada de
cítricos y abetos, y en breve culminaron su misión con total éxito. Volvieron
sonrientes disimulando todo menos la satisfacción, silbando y saboreando
voluptuosamente unas naranjas, que no sé cómo podían hacer las dos cosas al mismo tiempo. Unos vecinos con quienes nos cruzamos en la aldea pueden dar fe del
interés que, sin venir a cuento, mostrábamos al observar las piedras de las
casas y el musgo de sus paredes.
El cuerpo del delito había quedado
atrás. Junto a los suyos, otros abetos. Para que se sintiera en familia. En el
jardín de la casa de Triana donde lo habíamos plantado se estaba el pobre
quedando chuchurrío. Por eso decidimos trasplantarlo y buscarle otro lugar más
adecuado donde pudiera arraigar. Si lo consigue, y sobrevive, y crece, y da su
sombra a aquella pila del jardín, junto al muro del huerto del convento de las
Carmelitas del Tardón del Beato Juan de Avila de San Calixto, en la sierra
norte de Sevilla, que sepa todo el mundo que ese abeto fue traído de Triana, de
donde tuvo que emigrar hacia estos aires para intentar sobrevivir. Sirva de pedigree.
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