
Cuando a mi penúltima novela la titulé
Un Edipo Posmoderno no sabía lo que decía. Ahora sí me lo sé, me lo han enseñado Lluis Duch y Albert Chillón. Y dicen así: la posmodernidad es el epílogo que volvió líquida la
modernidad (en adelante las cursivas). De la moral
puritana se pasó al
ethos individualista y hedonista, de los
estilos puros a su promiscuidad, de las
utopías al consumismo (hoy “tener”, más que
ser) y de la
reverencia a la verdad (o las verdades, relativas). El término lo acuñó el arquitecto J.F.Lyotar en 1979 (no dicen la hora), subordinando la
función(alidad) a la forma, revelándose –y rebelándose – contra
Le Corbusier y adoptando Las Vegas como emblema. La etapa moderna clásica culmina en 1990 con el nuevo triunfo del capitalismo, la secularización, la globalización, el espectáculo, la mercantilización de los medios artísticos y espirituales, la libertad sexual y la tecnolatría, así como la eliminación de la pobreza mediante un mercado libre cuestionado actualmente por las desigualdades económico-sociales que ha creado y el expolio del medio ambiente. Está claro, no? Y ahora que lo pienso, el personaje de mi novela sí que tenía algo de posmoderno.
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